Los otros clásicos
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Portada El mudejarillo
El mudejarillo, de José Jiménez Lozano (Barcelona: Anthropos, 1992)
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Por Emilio Gavilanes

Desde que se deja la carretera principal, el campo se ve cada vez más despoblado. Se va despojando de adornos, y paradójicamente eso se percibe no como pobreza, sino como un refinamiento, una sofisticación.

La vista no tropieza con nada y se pierde a lo lejos. Todas las líneas confluyen en un punto del horizonte. Es un paisaje metafísico. El cielo está muy alto.

En Fontiveros, calles solitarias, barridas por un viento frío que desnuda el mundo.

En la plaza, una estatua y una leyenda: “Señor, padecer y ser despreciado por vos”. La respuesta de Juan a la pregunta de Dios: ¿Qué quieres de mí?

Donde acaban las casas y comienzan los campos en los que crecía el cereal, en una acera solitaria, un banco para sentarse fijado al suelo, pero colocado de tal forma que quien se sienta en él en vez de ver la llanura lejana, ve la pared que tiene a un metro de distancia. Una pared gris, con el cemento cuarteado, desconchado en algunos puntos, dejando a la vista el ladrillo que hay debajo.

Leonardo recomendaba mirar los muros con manchas de humedad para estimular la imaginación. El último Leonardo pasaba horas a la orilla de los ríos mirando el agua que fluía, los rizos que hace cuando se clava un bastón en la corriente. También Santa Teresa se ensimismaba mirando correr el agua. Claudio Rodríguez lo recordaba a veces con un vaso de ginebra en la mano. Claudio Rodríguez, que veía en la ropa tendida almas puras.

La casa natal es una iglesia modesta. De la mitad de la nave hacia el altar mayor se correspondería con la vivienda. El resto, con el taller donde estaría el telar en el que tejía el padre, Gonzalo.

Hay una talla, en la que San Juan parece un campesino. Un hombre calvo, con la cara azulada por la barba naciente. Recuerda la talla que hay en La Bañeza, la que hizo aquel escultor que lo conoció y que pudo haberlo retratado fielmente, en esa talla, en la que también parece un campesino.

En esta casa murió el padre, al que su familia había despreciado, por casarse con una mujer tan pobre, Catalina, huérfana. Y al poco, uno de los hermanos de Juan, Luis, aún un niño. Quizá de hambre.

Cerca de la casa se conserva un manzano bajo el que San Juan tuvo algunas de sus visiones. “Debajo del manzano”, se oye en el Cantar de los Cantares y en su Cántico espiritual. Las manzanas que veía caer eran el universo en todo su misterio. El Newton español es San Juan de la Cruz.

A las afueras del pueblo está la charca en la que el niño Juan casi se ahoga. “Laguna” la llaman los textos de la época. Habría más cieno que agua. Los niños jugaban en la orilla y Juanillo cayó dentro. Se fue al fondo, donde debió de tomar impulso y se le vio asomar por encima del agua, pero enseguida volvió a hundirse. Así estuvo debatiéndose hasta que un campesino que pasaba con el carro le tendió la aguijada y pudo sacarlo agarrado a ella. El niño contó que una señora muy hermosa le había tendido la mano y que él no se la había querido dar para no mancharla de barro.

¿Por qué, sin embargo, a Juan no le importó intentar manchar a Dios? “Padecer y ser despreciado por vos.” Eso es herético. Pretender hacer que Dios sea malo. ¿Por qué Él, todo amor, iba a despreciarlo?

La iglesia parroquial, un volumen inmenso, como el caparazón vacío de un insecto enorme, o una concha gigantesca, en la que resuena el mar del pasado. Sepulturas y artesonado mudéjar. Silencio.

En la Moraña hay una ruta para ver otros artesonados mudéjares. En Cantiveros un grupo de mujeres se reúnen en la iglesia para rezar el rosario. “Enséñales tú la iglesia.” Nos enseña el espacio que da acceso a la escalera de la torre, la cadena con la que se toca la campana. Enciende la luz para que no perdamos detalle. Nos lleva a la sacristía, un cuarto pobre y feo. Nos muestra el lavabo del señor cura. El artesonado, precioso, permanece a oscuras. “¿Les has dado la luz?” “Que sí, mujer.” Para ellas, descendientes del tiempo de san Juan, lo feo y lo hermoso son lo mismo. Son indistinguibles. La belleza es común. Puede asomar en cualquier parte.

Este cieno, este abono, ¿es el humus sobre el que crece la mística, la flor que nunca cesa, “cuán delicadamente me enamoras” y todo eso?

 

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