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Por Emilio Gavilanes

Hace años, cuando curioseabas en alguna caseta de libro viejo de la cuesta de Moyano, era rara la vez que no te salía algún título de Somerset Maugham. Solo competía con él en abundancia de ejemplares Stefan Zweig. Moyano estaba llena de libros suyos. Sobre todo de ediciones de los años 50 y 60. Hoy en España se ha rescatado a Zweig y se está reeditando toda su obra. Pero no pasa lo mismo con Maugham, de quien se siguen reeditando algunos títulos, muy pocos si los comparamos con todos los que escribió. Hoy son pocos los que le recuerdan, cuando hubo una época, especialmente el período de entreguerras, en que fue el escritor más popular y mejor pagado del mundo.

Yo me aficioné a él a partir de un libro de relatos cortos titulado Cosmopolitas, unos cuentos de engañosa facilidad, a la altura de muchos de los grandes cuentos del siglo XX.

Todo lo que leí de él después lo leí con gusto y con interés: alguna novela, su diario, sus ensayos sobre grandes novelas, sus libros de viajes y sobre todo sus cuentos largos. Lo que más me ha gustado de todo lo que he leído de él son sus cuentos largos. Especialmente los ambientados en Oriente, unos cuentos magníficos, que transcurren en una ambientación que recuerda un poco la de muchas historias de Conrad, con el que, por otra parte, comparte pocas cosas. (A mí Conrad me parece que tiene los mejores argumentos de la historia de la literatura, pero me habría gustado que los hubiera escrito alguien más ágil; Stevenson, por ejemplo.)

Una vez leí en Umbral que hay básicamente dos maneras de narrar: dejando que los personajes cuenten la historia y contándola el autor en lugar de los propios personajes, procedimiento este último de malos escritores, entre los que ponía como ejemplo a Somerset Maugham, frente a un Cervantes, ejemplo del primer procedimiento. No es verdad lo que decía Umbral. Primero, porque todos los narradores alternan ambos procedimientos. Y segundo, porque Maugham deja a sus personajes mucha autonomía e iniciativa en la narración. No vemos que sus narradores interfieran en sus historias con juicios de valor. Deja a los personajes actuar y presentarse a sí mismos. Lo que pasa es que en su estilo están ausentes las modernidades de una Virginia Woolf, un Faulkner o un Joyce. Ni siquiera lo oscurece con los largos, complejos, recargados períodos conradianos. Está más cerca de la claridad estilística de un Kipling, un Hemingway, un Jack London, autores menos interesados en innovaciones formales que en reflexionar, reflejar y analizar la complejidad de la existencia en profundidad. En todo caso, el propio Maugham fue más duro consigo mismo que la mayoría de los críticos, pues dijo que él ocupaba el primer lugar entre los escritores de segunda.

Pero volvamos a sus maravillosos cuentos largos. Algunos son muy conocidos porque se han llevado al cine (La carta, Lluvia), pero la mayoría me temo que hoy son poco recordados. Aquí vamos a hablar de dos de ellos, dos cuentos espléndidos. El primero se titula Mackintosh. Mackintosh es un joven que va a trabajar a una isla de los mares del Sur. Va como segundo de un tipo llamado Walker, un gordo brutal que lleva viviendo allí muchos años y que un día decide hacer una carretera en la isla. Ofrece a los indígenas por trabajar en ella un salario de 20 monedas al día. Los indígenas se niegan a trabajar por tan poco dinero. Le piden 100. Walker se ríe y contrata a indígenas de otra aldea, que sí aceptan el salario de 20. Las leyes de hospitalidad de la isla obligan a los indígenas de la primera aldea a acoger y a alimentar a los de la segunda, los que han venido a trabajar en la carretera. Estos, poco a poco, van acabando con todas las provisiones de comida que tienen los primeros. Llega un momento en que estos deciden ayudar a los segundos, gratis, para que acaben cuanto antes la obra y se vayan y dejen de comerles su comida. La situación se vuelve tan desesperada que le piden a Walker que despida a los segundos, que los mande a su aldea, que ellos acabarán la obra sin cobrar nada. Walker acepta con una condición: que los primeros paguen a los segundos el salario convenido de 20 monedas. No puede haber mayor humillación. Mackintosh, que asiste a todo el conflicto, está furioso. Le parece injusto, una brutalidad innecesaria. Le gustaría matarlo. (También al lector, que asiste indignado a ese medido crescendo de injusticia y maldad del que es difícil dar cuenta en un resumen y que tan magistralmente dosifica Maugham.) Un día deja, Mackintosh, su pistola a la vista del hijo del jefe, que odia como nadie a Walker. La pistola desaparece. Esa noche disparan a Walker. Durante su agonía, Walker comienza a hablar a Mackintosh y a mostrar su interior. Le pide que evite que acusen a nadie. Perdona a quien haya sido. Le confiesa sus sentimientos hacia los indígenas. Hasta ahora le hemos visto actuar. Ahora le oímos expresarse. Entonces nos damos cuenta de que toda la historia la hemos estado conociendo desde un único punto de vista, el de Mackintosh. Y de pronto Walker se nos revela como un espíritu delicado, profundamente bueno. De qué forma nos impacta esa revelación tan conmovedora. Me callo el final.

El segundo cuento se titula P & O (creo recordar que alguna vez García Márquez se refirió a él de manera elogiosa). En él una mujer inglesa, a la que su marido va a dejar tras veinte años de matrimonio, por otra mujer mayor que ella, vuelve a Inglaterra en barco desde algún lugar de Oriente, deprimida y asqueada. En el barco conoce a un hombre que vuelve a Irlanda, tras cuarenta años de trabajo en las Indias, para disfrutar de su retiro. El hombre está tan solo como ella, pero vuelve ilusionado a su ciudad. Aunque no se siente muy bien. Ha empezado a tener hipo. A medida que pasan los días vamos viendo cómo la mujer se siente cada vez más resentida con su marido y cómo al hombre no se le quita el hipo y se va sintiendo cada vez más enfermo. Ya no sale de su camarote. La mujer conoce al ayudante del hombre, que le cuenta que el irlandés vivía con una indígena, a la que el hombre ha dejado, al irse, una casa y una pensión vitalicia. Pero ella, descontenta, iracunda por el abandono, le ha lanzado una maldición: enfermarás cuando pierdas la tierra de vista y morirás antes de volver a ver tierra. Por supuesto, nadie se toma en serio semejante superchería. Tampoco nosotros, lectores modernos. Pasan los días y al hombre no se le quita el hipo y está cada vez más enfermo. El médico del barco no sabe qué hacer. Pide al capìtán que cambie el rumbo del barco y se dirija al cercano puerto de Aden, para llevarlo a un hospital. Así lo hacen, pero antes de llegar a Aden el hombre muere, sin haber dejado de hipar. La mujer queda conmocionada y se replantea su odio. Esa muerte la ha transformado, le hace experimentar la máxima bondad. Escribe al marido una carta deseándole lo mejor para él. Que seas muy feliz, le dice con toda sinceridad. Qué carta extática, en medio de esa atmósfera de muerte. Es un texto maravilloso.

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