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Por Emilio Gavilanes

 

Hace muchos años leí un libro sobre uno de los casos más famosos de Freud, el de “el hombre de los lobos”. Lo leí absolutamente fascinado, como se leen algunas novelas policiacas. Leer a Freud, además de ser una experiencia profunda, produce un efecto muy curioso: según lo lees, te convence de sus tesis sin fisuras. Pero si tú luego tratas de contar algunas de las cosas que él ha dicho, te parecen ridículas, increíbles. Eso solo lo consiguen los muy grandes escritores.

El caso del hombre de los lobos era el de un neurótico ruso, un joven de la alta burguesía, que tuvo a los tres o cuatro años esta pesadilla: estaba en la cama, frente a la ventana, cuando de pronto esta se abría y dejaba ver una hilera de árboles en cuyas ramas estaban sentados seis o siete lobos blancos, que le miraban con atención. El sueño le aterró y desde entonces, hasta los doce o trece años tuvo siempre miedo de ver en sueños algo terrible. Freud, después de un análisis asombrosamente argumentado, concluye que el terror del joven procede de una experiencia infantil: siendo muy niño (tanto, que no recordaba nada) vio a sus padres copulando. Exactamente, los vio mientras realizaban lo que técnicamente se llama un coitus a tergo (un polvo “por detrás”). Parece ridículo. Pero hay que leer a Freud: siempre te la mete doblada, para decirlo de la manera más vulgar. (Léase, por ejemplo, el ensayo sobre el recuerdo infantil de Leonardo da Vinci.)

Mucho después el historiador Carlo Ginzburg (hijo de la extraordinaria escritora Natalia Ginzburg, de quien hemos leído novelas y cuentos maravillosos) revisó este caso (“Freud, el hombre de los lobos y los lobizones”, en Mitos, emblemas, indicios[Barcelona: Gedisa, 2008, 2ª ed.], pp. 273-286) y sacó unas conclusiones muy diferentes. Él repara en una serie de hechos a los que Freud apenas prestó atención, o a los que dio muy poca importancia. Por ejemplo, que este hombre había nacido el día de Navidad con el amnios (la membrana que recubre el feto dentro del útero) pegado, “con la camisa”, como se decía en algunos lugares. Esos dos hechos (nacer el día de Navidad y con la “camisa”), según creencias de la secta de los benandanti, de los siglos XVI y XVII, del norte del Adriático, y según creencias de los lobizones y de otras figuras míticas del norte y del este de Europa, conferían poderes extraordinarios a los individuos que los protagonizaban, poderes que consistían principalmente en la capacidad de viajar en espíritu a combatir contra brujos, brujas y demonios para preservar la fertilidad de los campos, para impedir que los malos espíritus echaran a perder la cosecha. Ginzburg piensa que quien puso en contacto al hombre de los lobos con estas creencias fue la niñera del paciente de Freud, que era eslava, a la que se describe como “muy supersticiosa” y con la que el niño pasaba mucho tiempo. De ella el niño habría aprendido los extraordinarios poderes que tenía desde su nacimiento. El sueño de los lobos evocaría los sueños inciáticos en los que se manifestaba la vocación de los futuros benandati, lobizones, etc. Es decir si este hombre hubiese vivido en el ambiente cultural propicio habría sido lobizón, o benandante, y no neurótico. Su sueño expresaba unas aspiraciones que no entendía, y que, fuera del marco cultural apropiado, le producían pánico, lo que le condujo a la enfermedad y al sufrimiento.

(Una nota final: Ginzburg cuenta que Freud, en un momento de su investigación, descubre que las confesiones arrancadas a las brujas en los procesos inquisitoriales dicen lo mismo que sus pacientes durante el tratamiento psicoanalítico: que en su remota infancia sufrieron ataques de seducción de adultos [con frecuencia, de sus padres]. Pero Freud concluye que todo eso son solo fantasías. Y se pregunta por qué se repiten esas fantasías de traumas sexuales. Y se responde: es una herida sexual, real, padecida entre los salvajes de la prehistoria, en la que ese comportamiento no sería infrecuente, y que se ha transmitido filogenéticamente, por toda la especie, de generación en generación [es la idea de lo que Jung llamará inconsciente colectivo]. Pero Ginzburg dice que no cree en el inconsciente colectivo. Que es una hipótesis lamarckiana. ¡Lamarckiana! Aunque no tenga la menor importancia, no puedo dejar de mostrar, desde mi más absoluta modestia, un completo desacuerdo. ¿Es lamarckiano un instinto animal? En la idea de inconsciente colectivo lo más extraño, lo más difícil de tragar, es más lo de inconsciente, que lo de colectivo. Hay experiencias “espirituales” que están grapadas al ADN humano. El hecho de pensar que el inconsciente colectivo es una idea lamarckiana revela una concepción de la realidad bastante simple. Los psicólogos, los místicos y los físicos han mostrado que la realidad es mucho más compleja.)

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