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Presentación en Madrid de «Las horas equivocadas», de Santiago Casero González (1)

(Las horas equivocadas fue presentado el pasado 22 de enero en la Biblioteca Eugenio Trías de Madrid. Porque nos parecieron muy interesantes las reflexiones de Santiago Casero, el autor, y de Emilio Gavilanes, presentador del libro, no solo sobre este libro sino sobre el género del cuento en general, transcribimos aquí las palabras de los dos escritores.)

 

 


Por Santiago Casero

Antes de arriesgar, como autor, un breve análisis acerca del libro que tengo el placer de presentar, “Las horas equivocadas”, me gustaría recordar que es ya un lugar común, repetido por muchísimos escritores, el hecho de que para un autor, contra lo que podría pensarse, no resulta en absoluto sencillo interpretar su propia obra, incluso si es indudable que él es el que mejor la conoce.

“Profesionales del yo”, dice Juan Villoro, “los escritores están obligados a explicarse a sí mismos no a partir de sus libros, sino de las recónditas intenciones que los llevaron a escribirlos”.

Abundando en esta verdad incómoda, yo he pensado a menudo que ese afán un poco melancólico de intentar autointerpretarse no sólo no es, como digo, fácil sino que ni siquiera es seguramente conveniente, porque, incluso ejercido con la mayor de las cautelas, estaría acechado siempre por diversas tentaciones, todas indeseables, la más ridícula de las cuales sería sin duda la autoindulgencia, el ditirambo respecto de la propia obra de uno. Quizá resulte ocioso recordar que no faltan ejemplos de impudor en la historia de las relaciones entre los autores y las palabras que dedicaron a sus propias obras en alguna ocasión.

Pero siendo éste el más insidioso de los apuros en que se pueden hallar los autores que se analizan a sí mismos y a sus libros (“las recónditas intenciones que los llevaron a escribirlos”), hay otra consecuencia en mi opinión que sólo podría calificarse como pésima, la que resultaría de empeorar lo que el autor ya ha dejado por escrito, porque pondría en evidencia la torpeza del autor para entender sus propias palabras.

Sin embargo, no terminan aquí los aprietos del autor que se explica a sí mismo, dado que, en un crescendo trágico, hay algo que podría todavía ser peor: que mejorara el texto ya entregado al público con paráfrasis y ocurrencias más o menos elaboradas. La razón de que mejorar de este modo lo escrito fuera todavía peor -disculpad el juego de palabras- es que la propia obra se vería entonces como un texto fallido que necesita perfeccionarse con una explicación posterior.

Para decirlo, en fin, con otras palabras y de una vez, hay una frase del gran cuentista argentino, Abelardo Castillo, que lo aclara inmejorablemente:

“Para un autor, la explicación de un texto propio y ese mismo texto son, necesariamente, una misma cosa».

De modo que siempre que me encuentro en un aprieto semejante me pregunto qué puedo decir yo sobre mi propia obra que eluda esos peligros mencionados, y casi siempre acabo respondiéndome lo mismo: aventurar no exactamente una interpretación, no una poética previa, no un catálogo de intenciones, sino más bien aprovechar el hecho privilegiado de que yo estaba allí cuando el libro estaba ocurriendo. Ese sí que es un privilegio que no se le puede discutir al autor y que él mismo debe reivindicar sin complejos como el lugar que le corresponde de verdad.

Además, cuando un autor, sobre todo de narrativa breve (donde hay una larga tradición de decálogos, cánones y mandamientos, al menos desde el santo fundacional del cuento moderno, Edgar Alan Poe), se propone explicar su poética, el riesgo enorme es que esta poética en realidad sirva para justificar su propio trabajo y las elecciones que ha hecho durante el mismo, que no son necesariamente mejores que las que pudiera haber hecho otro autor en circunstancias semejantes.

Al respecto, yo soy de la opinión de que las instrucciones, las consejas de los cuentistas y los decálogos están muy bien como entretenimiento y algunos son de hecho muy ingeniosos, pero no es difícil descubrir que luego esos mismos autores son los primeros que no se muestran muy determinados a seguirlos, como debe ser, porque los autores somos en general muy propensos a traicionar los propósitos, ya que en el proceso de escritura se producen descubrimientos y se abren rutas y posibilidades en las que no habíamos pensado en el momento de la planificación. Naturalmente, las prescripciones pueden ser muy útiles, pongamos por caso, para los aprendices de un taller de escritura, a condición de que no les genere la angustia excesiva de lo incumplido. Sobre todo porque en el género del cuento se habla con demasiada frecuencia del cuento perfecto, sujeto a unas exigencias de acabado que luego vemos infringidas y no pasa nada, porque el cuento  funciona a veces a un nivel que transciende lo formal, y esta sería la constatación más inquietante pero a la vez más feliz para todos cuantos practicamos el género.

Así las cosas, este es justo el instante en que aparece ya la idea de libertad que a mí me gusta tanto asociada a la literatura, que no es lo mismo que la idea del desorden o de caos, diferencia que explicaré más adelante con la excusa de hablar del contenido del libro.

Mi opinión, en otras palabras, es que, cuando uno habla de su propia obra, hay que operar en sentido contrario, es decir, no tanto empeñarte como autor en exhibir el músculo teórico que ha guiado tu escritura a priori, como en explicar qué has aprendido tú como cuentista en el largo proceso que ha llevado, en mi caso, hasta la publicación de esta colección de relatos, a la que la han precedido otros tres libros de este género y al menos un centenar de cuentos escritos, no todos publicados.

Porque así es como veo yo la labor del cuentista, quizá por la razón de que esto es lo que me ha pasado a mí: un largo y siempre inseguro camino de aprendizaje que, dadas las características del género, es siempre en el fondo un aprendizaje de la reticencia, el ocultamiento y la depuración.

Pero, ¿qué otras cosas he aprendido entonces en esta travesía que ya dura años? Algo muy importante que he aprendido es que en mis relatos hay un gran interés por el lenguaje. Esta afirmación, dicha así, soy consciente, puede resultar equívoca, disuasiva, incluso.

De hecho, a mí no me gustaría nada que mis relatos se caracterizaran por un léxico rebuscado que sólo los hiciera legibles con un diccionario. Esto puede ser un pecado de juventud que tal vez yo haya cometido alguna vez, no lo niego, pero mi opinión ahora es que si un texto hay que leerlo con un diccionario en la mano entonces el autor de ese texto lo que debería haber escrito es un diccionario.

De lo que estoy hablando es más bien del hecho de que a mí me gusta que en mis relatos la historia esté contada a través de un lenguaje que tenga peso. Para explicarlo, tal vez podría usar el feliz hallazgo de Lezama Lima respecto de la poesía cuando hablaba de “el peso del sabor”, que es una expresión muy elocuente porque combina dos realidades de diferentes campos de la sensación las cuales se compensan una con la otra: peso, sí, pero no como pesadez, no la pesadez de los adjetivos, por ejemplo, o de las explicaciones y las opiniones (yo siempre digo que los adjetivos opinan mientras que los nombres y los verbos se limitan a levantar acta sumaria de la realidad); sabor sí, pero no el del lirismo insustancial, no el del sonido hueco, no el de las figuras retóricas trompeteras, lo que no significa de ninguna manera que la poesía no tenga una presencia importante en mis relatos. Yo soy de la opinión de que la poesía es, además de un género, una actitud ante el lenguaje, de modo que puede permear perfectamente otros géneros, como me gustaría que lo hiciera en cierto modo con las historias de mis relatos.

Dicho con otras palabras, mi intención al escribir un cuento es que entre la historia y las palabras se dé un equilibrio que sostenga la ficción, algo así como una tensión entre lo prosaico y lo poético, entre lo que se cuenta y cómo  se cuenta.

He afirmado al principio de esta presentación que era inconveniente aventurar una poética y de alguna forma casi lo estoy haciendo, pero mi excusa es que a esta suma de propósitos no he llegado con premeditación sino que lo he hecho por convicción después de haber tropezado y de haberme equivocado mucho. En realidad, lo que estoy haciendo es sólo presentar algunos hechos de mi biografía literaria que creo están reflejados, con más o menos fidelidad, en “Las horas equivocadas”.

 

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