Por Emilio Gavilanes
La Discreta está de enhorabuena. Una editorial que siempre ha prestado atención al género más desatendido por las editoriales, el cuento, género del que han aparecido en esta editorial magníficos libros (de Carlos Manuel Sánchez, de García Caneiro, de Ana Añón, de Loida Díaz, de Juan Pimentel, de Alfredo Gómez Cerdá, de José Manuel González Reinoso, de Ramón de la Vega, de Miguel Albero, de nuestro querido Adolfo, más una antología que reúne magníficos cuentos de autores que se mueven más en otros géneros, como Luis Junco, David Torrejón, Dativo Donate, Santiago Miralles, Hernán Rossi, Juan Varela, José María Alfaya, etc.)… Decía que La Discreta siempre ha prestado atención al cuento por parecerle un género mayor, y que hoy La Discreta está de enhorabuena porque incluye en su catálogo una obra de uno de los grandes autores de cuentos en España, de un maestro del género, que ha obtenido prácticamente todos los galardones importantes que se conceden a este género.
Santiago Casero, el autor cuyo libro hoy saludamos, ya estuvo hace años a punto de formar parte del catálogo de La Discreta. La Discreta editaba entonces cada año el cuento ganador y los finalistas del premio de cuentos Saramago, un certamen que tuvo cuatro ediciones, de un nivel altísimo, en las que conocimos cuentos muy muy buenos, y en cuyo jurado estuvieron escritores de la talla de Luis Mateo Díez, de José María Merino, de José Ovejero, de Fernando Marías, de José Antonio Marina, de Alfredo Gómez Cerdá, de Paloma González Rubio, de Paloma Díaz-Mas, y en el que yo también tuve la suerte de estar. Bien, pues en la primera edición del certamen, en 2007, creo recordar, Santiago Casero resultó finalista. Ese año La Discreta publicó el ganador, un gran cuento de Paloma González Rubio, que después publicaría dos magníficas novelas en esta misma editorial, y los finalistas que autorizaron su publicación. No fue el caso de Santiago Casero, que supongo que quiso mantener inédito su relato (titulado «Aunque solo sea para acunarlos entre las manos») para presentarlo a algún otro concurso. Pero en la cuarta y última edición del certamen, Santiago Casero ganó el concurso con un cuento extraordinario, de antología, «Orfandad de los zapatos», solo que esta vez los organizadores del premio (varios institutos de la sierra de Madrid) ya no contaron con presupuesto para la publicación de aquel año. Si no hubiese sido por eso Santiago Casero habría entrado en el catálogo de La Discreta hace muchos años.
El libro que hoy presentamos, Las horas equivocadas, es una exhibición del talento y de las capacidades del autor. Despliega ante el lector una amplia variedad de formas, de registros, de argumentos, y lo hace de manera que todo parece natural. Parece natural y fácil contar cada cuento de ese modo. Sin embargo, sabemos que esa facilidad es lo más difícil de conseguir.
Se trata de 12 relatos. Vamos a verlos de uno a uno, con breves pinceladas, tratando de no destriparlos.
El primero se titula «La vigilia de los precipitados». Está contado en segunda persona, la menos frecuentada en la narrativa. Ese tú de la narración no sabemos si es un tú impersonal o es un tú concreto al que se dirige el narrador. Nos presenta una especie de rueda de la muerte y del fracaso, en la que todos están siempre aguardando, primero a sustituir y después a ser sustituido. Tiene un aire onírico, casi kafkiano. Hay varios relatos contados en segunda persona, que al final presentan una sorpresa en la identidad del narrador. El tema de la identidad se repite en varios de los cuentos. Es un tema querido para su reflexión.
El segundo, «Jacqueline y el fuego», es una biografía apasionada de la chelista británica Jacqueline du Pré. Santiago Casero no podía optar por una fácil biografía realista y usa un procedimiento muy original, haciendo que lo interior, lo íntimo, salga fuera, que veamos lo que está ocurriendo dentro como si fuera exterior, material. Y lo que empieza con aires de comedia acaba sobrecogiéndonos.
«La pistola de Chéjov» vuelve a estar contado en segunda persona y a jugar con la identidad del narrador, con un final un tanto cortazariano en el que se intercambian identidades: el narrador de pronto es un yo y el tú es el lector. Se trata de una reflexión sobre el arte de narrar, en la que queda patente la importancia del lector. Es un relato cuántico, con un final chejoviano y antichejoviano a la vez.
«Las horas equivocadas», el cuento que da título al libro, es un cuento magnífico, de los mejores del libro, si eso se puede decir en un libro con un nivel tan alto. La idea podría haber dado lugar a una historia metafórica, con una sencilla interpretación, pero la prosa densa de Casero hace que nos adentremos en una historia compleja. Nunca sabemos si se está adelantando lo que va a ocurrir o si se está reflejando lo que ya ha ocurrido.
«La música del mundo» plantea una pregunta (todos estos cuentos plantean preguntas, más que ofrecer respuestas). Aquí se comparan a la vez tres realidades: la organización del universo físico, la organización del universo mental y el funcionamiento de un organismo concreto. ¿A qué se debe el éxito de este organismo desacompasado, desorganizado?
«Consuelo» es otro de esos cuentos que resultan una exhibición. El relato de un viaje a la semilla, por decirlo a la manera de Carpentier, algo que suele dar unos resultados confusos, aquí es tan claro que parece el orden natural. Aunque la narración vaya hacia atrás, vemos con claridad no solo la historia personal narrada, sino el viaje de esa historia dentro de la historia de la humanidad, con lo que la historia pequeña se ensancha y vemos que su contexto es todo el cosmos.
A estas alturas ya hemos observado que en todos los cuentos aparece un personaje llamado Santiago, lo que proporciona a los distintos estilos y registros, a la diversidad del libro, cierta unificación, hasta el punto de que en algunos momentos sentimos que realmente estamos ante una novela, algo que sentimos en varios momentos.
En «Vida del silencio» asistimos a la valentía de una vida consagrada al silencio y al rebaño, a lo gregario, que se rebela contra la masa. Cómo la partícula se convierte en particular, en individuo.
En «Zeno, Adela y los destinos» vemos con qué naturalidad ocurren los milagros y cómo estos dos personajes desconfían de él y prefieren seguir en el laberinto de la duda.
En «El loco y el escritor», relato nuevamente contado en segunda persona, se lleva a su extremo el tema de la identidad planteado en otros cuentos. Otra vez vemos el cortazariano intercambio del tú por el yo. Es un paseo por el filo de la cordura. Se plantea la escritura como una forma de la locura. Y cómo lo que caracteriza a la razón, averiada o no, es una imparable voluntad de narrar.
«Carlota ya no me llama» vuelve a tratar el tema de la identidad. Aquí quizá resalten más las alusiones a la cultura clásica, otra de las características de la narrativa de Santiago Casero.
«La noche del apestado» es en cierto modo el cuento más alejado del resto. Entre otras cosas, no lo visita, si no me equivoco, ningún Santiago, y además, aunque el discurso es serio, todo está recorrido por el humor. Como muestra, este fragmento: «Se han dado casos de personas que declaraban estar contaminadas por la ponzoña del Romanticismo y de las que luego se ha sabido que han sido sorprendidas jugando a las quinielas o suscribiendo una póliza de seguros», o esta línea: «se trata de una actriz que el año pasado fue vista en un anuncio de salchichas». Aquí el humor es más visible. Pero sospecho que hay muchos más pasajes que Santiago Casero ha escrito con una sonrisa en los labios, como sabemos que Kafka leía a sus amigos muerto de risa algunos de los pasajes de La metamorfosis, aunque muchos lectores hayan opinado que no hay un solo pasaje en esa historia que no encoja el ánimo.
«Pudridero de poetas», el último relato del libro, es en cierto modo hermano del anterior. Una comunidad de poetas, de distintos estilos y escuelas, viajan a homenajear a un poeta que todos sientes como un maestro, y todo el tiempo se siente presente la amenaza de los enemigos de la poesía. La prosa de este relato (ya he apuntado que es de lo más destacable de todo el libro) es especialmente poderosa. Hay un accidente que provoca un paroxismo, una ebriedad poética en la narración que se contagia al lector. La poesía entonces lo envuelve todo, como la selva en que se encuentran. En la supervivencia final del personaje llamado Santiago Casero se pueden hacer varias lecturas. ¿Querría el autor destacar alguna de ellas?