Por Ramón de la Vega
Aunque parezca excesivamente puntilloso al decir esto, confieso que no conservo una memoria clara de cuál era mi ánimo en el momento en que decidí ponerme a la tarea de escribir estos poemas, pero hoy tengo una visión más precisa de qué es lo que ha quedado tras esta larga batalla que por momento me parecía que nunca tendría fin:
es verdad, ya lo he dicho, tanto la naturaleza como nuestra conciencia son hechos que se continúan y se repiten, hechos que crean un hilo que se prolonga en el tiempo, y eso es algo que también advertían los filósofos y poetas de la Antigüedad, pero un poeta del presente tiene otros compromisos aparte de tratar de seguir la senda abierta por el mundo que le precede y, entre esos compromisos, está el de indagar en el sentido de nuestro presente y en lo que nuestra individualidad tiene que asumir como parte de su destino, y eso es lo que yo he querido hacer, aunque lo haya hecho forzando otro de los difíciles equilibrios que sostienen este libro: sin dejar de reconocer que cada nueva actualidad no es ni puede ser una ruptura con el pasado, que no puede ser una ruptura nítida con lo que fue, ni es un nuevo mundo que surge borrando todo lo anterior.
Decía que no recordaba cuál era mi propósito cuando empecé estos poemas, pero hoy no tengo ninguna duda de que el resultado es una prueba clara de la necesidad de indagación y de que esta indagación se refería también a las premisas, a las visiones y experiencias de la realidad de las que yo partía al escribirlo.
Y me viene ahora a la cabeza un ejemplo entre tantos: la paradoja que supone asumir que, si la vida puede ser vista como algo trágico, lo trágico de la experiencia individual (dejando ahora de lado lo trágico de la historia y su larga lista de hechos funestos y de hechos, por decirlo con un poco de literatura, mefistofélicos), es porque vivir puede ser a veces muy dulce, se podría decir incluso, si me lo permitís, inesperadamente dulce, y dejar en nosotros un sentimiento raro, inhabitual, de pura reconciliación con lo que vivimos, pero esa dulzura y ese sentimiento no consiguen construir, ni armar, un sentido lo suficientemente sólido frente al resto de nuestras experiencias. Pues bien, creo que este libro ha tenido en esa dificultad y en esa debilidad nuestra, una fuente de inspiración y de búsqueda, una fuente que podría, creo, muy bien resumirse en un título cuando menos llamativo: en realidad, aunque nos cueste reconocerlo, se diría que ni siquiera la felicidad basta.
La poesía antigua (creo que era Píndaro) concebía al ser humano como una espiga frágil y tenía razón, y que sea así es lo que nos lleva a escribir libros de poemas y escribir textos religiosos y filosóficos, porque, entre otras tantas dificultades, entendemos que, al vivir, pecamos de cierta ingratitud hacia la vida, ingratitud porque nos lamentamos de ella a pesar de que la vida nos ha permitido ser y nos ha otorgado el privilegio de existir, pero nos resulta casi imposible evitarlo; ese sentimiento de ingratitud es más fuerte que nosotros, y la razón que nos damos a nosotros mismos es que la propia vida que nos otorga ese privilegio nos provoca mil contradicciones distintas y, con ello, la imposibilidad de mantener el sentido que buscamos a la vida. Y esa es una de las grandes cuestiones de las que yo he partido también al escribir este libro: cómo encarar la vida, qué pensar, ¿qué decirse a uno mismo, si, en efecto, la felicidad no basta?
Entre los poemas de La Conducta del Soñador hay un claro interés por indagar en todos estos temas, en la ingratitud y en las contradicciones que experimentamos y que tratamos de resolver, obligados, lo queramos o no, a un esfuerzo de dilucidación, tanto más justificado en la medida en que la vida se convierte en un asunto mucho más delicado y más complejo y más necesitado de poesía, religión y filosofía si es que es verdad que la felicidad no basta.
Me doy cuenta ahora de que, al escribir estas líneas, me asaltan sin cesar ideas, muchas ideas y de que ni siquiera estoy seguro de que el lector vaya a encontrarlas en el libro, pero no son una invención de este momento ni un mero capricho: son realmente los elementos que lo definen o que lo enmarcan, junto a otros que el lector, por su parte, terminará creando y descubriendo al leerlo.
Por mi parte, para seguir avanzando y, de paso, acercarnos ya, poco a poco, al final de esta intervención, lo que puedo decir es que el esfuerzo de traslación o de alquimia que me supuso convertir estas ideas y otras en los poemas del libro, fue tan grande que la sola manera de justificarlo que encontré fue decirme que estaba haciendo lo que debía hacer y diciendo lo que debía decir y que no debía importarme otra cosa ni debía pensar en las consecuencias. Al fin y al cabo, ¿qué consecuencias cabe esperar de quien se entrega a escribir poemas para ahondar en los pequeños fenómenos de su conciencia (y para desnudarse, claro está: lo he repetido demasiadas veces) y de quien aspira a ahondar en todo lo que ha vivido? En mi caso, al menos, el sentimiento que acabó predominando mientras los corregía una y mil veces hasta el punto de llegar a dudar de que los acabaría, era que, si lo intentaba, podía conseguir decir lo necesario y que esa era la condición previa evidente para lo que yo quería, que era hacer sentir al lector que lo que leía era, también para él, necesario y le había ayudado a internarse en estancias olvidadas o mal conocidas de sí mismo. Ahora bien, aun siendo eso importante, o incluso fundamental, no lo fue menos otro aspecto, éste más personal: mi deseo de ser libre y fiel a esa libertad, y el deseo de decir lo que tenía que decir y de la manera en que debía decirlo y todo ello, como he dicho antes, sin importar nada más y, por tanto, sin importar cuáles fueran las consecuencias.
Y esto es, creo, lo esencial. Y siendo así, pienso, es también la mejor manera de terminar. Espero que el lector de estos poemas y el que escuche ahora mis palabras se quede con ese mensaje: este libro ha sido un acto de libertad que pretendía ser al mismo tiempo de liberación puesto que, mientras lo escribía, tenía sobre todo una obsesión: no quería ceder ante ningún miedo. No quería ceder ante el miedo a desnudarme demasiado; ni ante el miedo a ser demasiado intelectual o demasiado abstracto; ni ante el miedo a no decir lo que cualquier lector habitual de poesía espera que se le diga en un poema; ni ante el miedo tampoco a dilucidar en mí cosas con las que después me podría ser difícil o incómodo o extraño convivir.
Creo, y esto debo decirlo con la mayor humildad, que he sido honesto y que no me he mentido, y eso me permite ahora terminar mi presentación ante vosotros con la convicción de que si en las páginas de La Conducta del Soñador hay pruebas de la ingratitud tan humana hacia la vida que tantos seguimos viviendo como culpa, y si hay pruebas también de una necesidad de lamentar contrariedades y ansiedades y, paralelamente, de tratar de encontrar vías de escape para ellas, ha sido porque era el mundo y no yo quien lo había decidido así y yo estaba siendo precisamente un lector del mundo y estaba tratando de sumirme plenamente en él. Quería expresar aquello que compartimos, que compartimos dentro del mundo real, y también del mundo creativo e inventado que nos une, pero lo hice, y termino, convencido de que era la propia vida la que me lo reclamaba, la vida con todas las huellas, heridas y alegrías que me ha dejado, y yo me había impuesto desde el principio la obligación de ser, por encima de todo, honesto con la vida.
Muchas gracias.