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Por Luis Junco

Una mina de oro en Tipuani

En el poblado de Tipuani viven personas notables, a las que Prodgers visita de inmediato. Primero a Pérez, el mayor recolector de caucho de la zona, que le cuenta que había sido educado en los mejores colegios de Madrid, hasta que su padre lo convenció de emigrar al río Tipuani y dedicarse al negocio del oro y del caucho. Así lo hizo y pronto fue afectado por las fiebres. Este mal le ha convertido en un prisionero: cada vez que intenta salir de allí y llega a alturas superiores, la  fiebre vuelve con virulencia y tiene que regresar. (Creo que se refiere a la fiebre amarilla, enfermedad vírica transmitida por la picadura de un mosquito.)

 

Después Prodgers se acerca al rancho de Noboa, uno de los agentes que comercia con caucho y persona de confianza de los indios de Challana. Estando en La Paz, Sánchez le recomendó visitarlo. Prodgers se encuentra con un hombre bastante mayor, que tiene una esposa india mucho más joven que él. Le cuenta al galés que él había sido uno de los doscientos esclavos traídos por el Conde Noboa desde Brasil hasta aquellos lugares del Amazonas. Después de cuatro años y medio durante los que acumuló una gran cantidad de oro, el Conde decidió volver a su  país. Había sido un buen amo y dijo a sus hombres que los que quisieran volver con él podrían hacerlo y que aquellos que quisieran quedarse eran libres de hacerlo. Unos cuantos se quedaron y comenzaron a cultivar azúcar, café, grano y fruta. Uno de ellos fue Noboa, que había tomado el nombre de su benefactor. Era el único de aquellos esclavos brasileños que quedaba con vida.

 

Estando en el rancho de Noboa, Prodgers recibe la visita de un compatriota, Robert MacKenzie, que le ofrece alojamiento en su propiedad, al otro lado del río. Es otro hombre aquejado por las fiebres. Había llegado desde Inglaterra hacía más de dieciséis años y a pesar de que había heredado una gran propiedad en Epson, no podía regresar por la misma causa que impedía a Pérez salir de aquellos lugares. Prodgers acepta la invitación de MacKenzie y cruza con él el río, por el mismo método de cable de acero y poleas que en el río Toro.

 

MacKenzie se había asociado con los herederos del coronel del ejército boliviano Pedro Villamil, quien había obtenido la concesión para explotar una mina de oro en aquel territorio. Villamil se había asociado con Melgarejo, presidente de Bolivia hasta 1871, y habían utilizado prisioneros de guerra para la explotación.

 

De la mina el Coronel había obtenido más de un millón de dólares, que dejó como patrimonio a su familia, junto con la propiedad. Su hijo mayor era el que llevaba ahora la concesión, vivía entre Francia y La Paz y nunca había puesto un pie en la mina. Bajo la dirección del Coronel y el trabajo de los prisioneros de guerra, en la explotación se construyó una casa, un túnel que atravesaba una colina y una poza de unos quince metros de ancho y casi dos metros de profundidad, excavada en roca viva y que desembocaba en un canal con compuerta de acero y madera. El negocio no había prosperado al nivel que pensaban y ahora todo quedaba a cargo de MacKenzie y un viejo indio con su familia. Todo lo que hacían ahora era enviar oro a La Paz, a cambio del cual recibían provisiones. Trabajaban dos o tres días a la semana, lo suficiente para obtener las provisiones. Nadie lo dice, pero da la impresión de que a pesar de las fiebres que le aquejan, lejos de ser un hombre resignado a su suerte, Robert MacKenzie ha encontrado la felicidad en la manera tan simple de vivir en aquel remoto pero hermoso lugar.

 

Era un campamento de los más agradable, nos dice Prodgers:

 

Una extensión verde rodeada por todos los lados por bosque, con una masa de flores salvajes, begonias y anturios, con enredaderas rojas, blancas y moradas, y orquídeas parásitas creciendo en los árboles. Grandes mariposas de todos los colores volaban por todas partes, azul claro, azul oscuro, morados, rojo y blanco y amarillo; todo tipo de loros chillaban y volaban en bandadas, y un espléndido guacamayo se posó en la cima de un árbol cercano.

 

Prodgers espera que Noboa reciba permiso de los indios de Challana para poder seguir hasta Paroma. Pero este permiso no llega.

Se entretiene cogiendo mariposas para su colección.

La mejor manera de llevarlas y conservarlas es aplastarlas por detrás de la cabeza y colocarlas en un pliego de papel doblado en V. Para hacer que las alas vuelvan a extenderse, hay que colocarlas sobre arena caliente, y las alas volverán a desplegarse.

(Cómo me recuerda a Serguéi Aksákov y sus Recuerdos de infancia.) 

 

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