Por Luis Junco
Recibo la llamada telefónica de un antiguo compañero de trabajo, cuando compartíamos labor docente en Las Palmas, para felicitarme las Pascuas. No aguanto estas fiestas, pero le agradezco la llamada, claro, y nos ponemos a charlar un poco. Recordamos las largas caminatas que hacíamos por las cumbres de la isla y la conversación lleva, inevitablemente, al pavoroso incendio del pasado agosto. “¿Recuerdas la marcha por la Degollada de las Palomas? Pues toda esa zona quedó devastada. El fuego subió desde la carretera como escupido desde un lanzallamas y quemó jarones, olivillos, rosalitos, mosqueras y todo el pinar. No quedó nada. Toda aquella hermosa fronda no es ahora más que una enorme mancha ennegrecida, árida.” Y añade que más del 40% del Parque Natural de Tamadaba, pulmón de la isla, quedó arrasado. Él siempre ha sido un gran caminante y amante de aquellos hermosos parajes que seguramente ya nunca se recuperarán en el tiempo que nos quede de vida. “No sé qué podremos hacer con todo esto”, concluye con gran pesar y expresiones de un gran pesimismo. Yo busco una muestra de aliento y me acuerdo de Eleazar Bouffier, el personaje de aquel precioso libro de Jean Giono, El hombre que plantaba árboles. Le cuento brevemente, lo que recuerdo, y siento que en este viejo amigo prende un poco de esperanza. Promete buscar y leer el libro. También yo lo hago nada más colgar el teléfono y después de años lo releo con muchas ganas. No se tarda mucho. Es un relato corto. Pero nos deja en el pecho el calor de un enorme incendio.
Un hombre recuerda cómo hacía cuarenta años, en 1913, cuando él era joven y solitario, decide hacer una travesía a pie por una antigua región de los Alpes, apenas poblada, que penetra en la Provenza. Terrenos altos, desolados. Encuentra un poblado abandonado, en ruinas, y cerca se tropieza con un pastor, que le da agua y le invita a pasar la noche en su casa. Es un hombre silencioso, al que consigue sacarle algo de su historia. Cincuenta y cinco años de edad, había vivido en una granja, en el llano, pero perdió a su mujer y a su único hijo y decidió buscar la soledad de aquellos altos. Se llama Eleazar Bouffier.
Después de comer, en silencio, el pastor saca bellotas de un saquito y se pone a seleccionarlas cuidadosamente. Cuando tiene cien, sale al campo y las planta. Así ha plantado más de cien mil.
Juzgó que esa comarca se estaba muriendo por falta de árboles. Añadió que, no teniendo ocupaciones muy importantes, había resuelto poner remedio a ese estado de cosas.
Después de aquella visita, el narrador participa en la guerra del 14 y al finalizar, cinco años más tarde, decide hacer otra visita a aquellos parajes desolados. Y vuelve a encontrarse con el pastor.
Los robles de 1910 tenían entonces 10 años y eran más altos que él y que yo. El espectáculo era impresionante. Me quedé literalmente sin palabras y, como él no hablaba, pasamos todo el día en silencio paseando por su bosque. Tenía en tres secciones once kilómetros de largo y tres kilómetros en su parte más ancha. Al recordar que todo había brotado de las manos y del alma de ese hombre -sin medios técnicos- se comprende que las personas podrían ser tan eficaces como Dios en dominios diferentes al de la destrucción.
Los árboles generan un crecimiento encadenado, aparecen corrientes de agua antes secas, las semillas son llevadas por el viento y prenden en varios sitios diferentes, los cazadores que subían a aquellas soledades persiguiendo liebres o jabalíes constatan el aumento de pequeños árboles pero lo atribuyen a los caprichos de la naturaleza. Y entonces se dice algo que causa espanto:
Esa era la razón por la que nadie había tocado la obra de ese hombre; si lo hubieran sospechado habrían desbaratado su labor. ¿Quién habría podido imaginar en los pueblos y en las administraciones tamaña obstinación en una generosidad tan magnífica?
Bouffier sigue imperturbable plantando árboles, mientras el mundo sigue pasando guerras, como la del 39. El narrador le visita cada año y ve cómo, afortunadamente, el bosque que ha crecido a su cuidado se mantiene y crece.
Vi a Eleazar Bouffier por última vez en junio de 1945. Tenía entonces ochenta y siete años.
Visita un pueblo de la zona.
En 1913 esa aldea de diez a doce casas tenía tres habitantes. Eran salvajes, se detestaban, vivían de la caza con trampas: poco más o menos en el estado físico y moral de los hombres prehistóricos. Las ortigas devoraban en torno suyo las casas abandonadas. Su condición era desesperanzadora. Para ellos no había más que esperar la muerte, situación que no predispone mucho a la virtud.
Todo había cambiado. Incluso el aire mismo. En el lugar de las borrascas secas y violentas que me acogieron antaño, ahora soplaba una brisa suave cargada de aromas. Un ruido semejante al agua venía de las montañas: era el viento en los bosques. En fin, lo más asombroso, escuché el auténtico sonido del agua fluyendo en un estanque. Vi que habían construido una fuente que manaba con abundancia y lo que me impresionó, que cerca de ella habían plantado un tilo que ya podía tener cuatro años, ya grueso, símbolo incontestable de una resurrección.
1 Comment
Recuerdo que este librito (leí a Giono porque Cuanqueiro lo elogiaba mucho, como a Ramuz) me dio paz, serenidad.