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Por Carlos García Ruiz

Mi padre compró una colección de libros con todas las obras de William Shakespeare. Yo tendría nueve o diez años, no creo que más. Estaban colocados en el salón, libros llamativos, con una buena encuadernación tipo clásica para la biblioteca principal de la casa. Ese nombre, William Shakespeare, sonaba de vez en cuando en la primitiva televisión de dos canales española de comienzo de los años ochenta, y recuerdo que en el colegio algún profesor dijo algo sobre aquel señor inglés tan importante. Me llamaba la atención todo aquello del teatro, ya había visto algunos grupos ambulantes en las ferias y por las calles de Ponferrada, además sabía que mi tío Ángel trabajaba con una compañía de teatro local llamada “Conde Gatón”. Así que un buen día decidí leer teatro, y aquí empezó todo.

Hojeaba aquellos corpulentos libros de hojas gruesas y falsamente amarillentas con curiosidad, me parecía difícil y complicada la estructura teatral, no entendía aquella forma de colocar las cosas en el papel: diálogos, acotaciones, personajes… ¿Por qué era así y qué pretendía demostrar aquel autor inglés? Con grandes dosis de testarudez le encontré el truco y, tirando de creatividad, coloqué cada elemento en su sitio. Sé que la primera obra completa que leí fue Romeo y Julieta; había visto la película de Franco Zefirelli en la televisión y sabía que aquel título estaba en la colección del salón de casa. Tenía doce años, leí la obra de un tirón, eso lo recuerdo perfectamente. 

Cuando finalicé la lectura había cosas que no acababa de entender: palabras, expresiones y giros, alguna acotación… pero intuía que aquello del teatro arrastraba una fuerza poderosa que debía seguir investigando. Cuando dejé el libro en su sitio, levanté la mirada de la colección de Shakespeare y me fijé en otros libros. Había uno con obras de Lope de Vega, que tampoco sabía muy bien quién era, pero me sonaba el nombre; estaba el Quijote de Cervantes, ese sí sabía quien era; un libro con obras de Antonio Gala, a él lo había visto hablando en la tele alguna vez; y varias novelas de diversos autores entre otros libritos más o menos interesantes. Pero mis ojos volvían irremediablemente sobre los libros de teatro. Aquellos dos libros nunca antes los había visto allí, nunca, no podía recordarlo, estaban estratégicamente colocados a continuación de la colección de Shakespeare, juntos, quizá esperando algo. ¿Quién los colocó allí atrayendo mis ojeadas casuales? No podía ser algo aleatorio o casual. Por un momento sospeché que a mi padre le gustaba el teatro por alguna razón oculta durante el franquismo, no sé, siempre me quedó rondando esa duda, algún día le preguntaré. Lo que entendí de una forma casi esotérica y lasciva es que me atraía leer teatro: eso de leer lo que va a decir alguien sobre un escenario que otro alguien escribió para que otros miren… No sé, me sigue pareciendo algo perversamente mágico mientras escribo estas líneas.

Con todo lo que critico sarcásticamente a Shakespeare a día de hoy por su posible inexistencia, debo reconocer que fue el primer autor teatral que leí. Después de él llegaron Lope y Gala. Inevitable: aquellos dos libros de teatro que aparecieron misteriosamente en la colección de mi padre, aunque, la verdad, no me puedo quejar de semejante pareja de introductores que me guiaron a situaciones dramáticas tan diferentes a las shakesperianas. Y luego llegaron otros, muchos otros autores desde diversas partes del mundo. Hasta el día de hoy no he dejado de leer teatro, mucho teatro, de forma compulsiva y sin descanso, desde Esquilo a Valle Inclán, Sheppard, Lorca, Sastre, Wilson, Rueda, O´Neill, Xianzu, Mamet, Brecht… Son tantos y tan buenos, que todo mi trabajo dramatúrgico no es más que un grano de arena en el desierto. Después de tantos años sigo pensando, como aquel día con doce años, que leer teatro exige un esfuerzo especial, aunque la recompensa también puede ser especial y cualquiera se puede encontrar frente a un espejo recitando una parte del monólogo de Laurencia en Fuenteovejuna, o el de Antonio en Julio César, y sorprenderse con el resultado. 

No es fácil leer teatro, soy consciente de ello. Pero como todo, si no se intenta es todavía más difícil y empezar es no poder escapar, eso lo aseguro. Leer teatro nos obliga a soñar, a organizar un microuniverso, a elaborar unas leyes que deben cumplir nuestros personajes, a mirar donde otros no pueden ver, y a reinar sobre un cruce de caminos espacial y temporal efímero como aquel al que llega Edipo para matar a su padre. Seremos dioses de plástico mientras dura la obra, nos trasmutamos en ese otro que nos acecha a diario para jugar a ser él guardando la falsa distancia que da la realidad; pero jugamos con ventaja, y eso nos salva, porque sabemos que el suplicio acabará con una caída de telón o con un oscuro lento. Incluso, cuando profundizamos mucho, podemos vemos reflejados en esos espejos que deforman la realidad donde Max Estrella se miraba en el callejón del gato. A veces puede ser una experiencia maravillosa y sutil; otras, un descenso a nuestros infiernos más ocultos para enfrentarlos de forma definitiva, o decidir que sigan escondidos hasta que no sabemos quién tocará la tecla exacta.

Lo he dicho, leer teatro no es nada fácil. Nada en la vida lo es, ¿verdad? Yo solo puedo agradecer a mi padre por comprar aquella colección de obras de un autor inglés que no conocía demasiado. Luego, todo llegó rodado, fue muy rápido, y entre todos los dramaturgos que pasaron por mi vida, todos ellos, reunidos en un inviolable tribunal eterno, me impusieron esta agridulce condena que arrastro a diario: no puedo dejar de imaginar. 


Carlos García Ruiz

Dramaturgo

Autor de Cruzar la raya (La Discreta, 2014)

Bogotá, 11 de julio de 2020.

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