Por Luis Junco
Hace unos días recibí una crítica negativa de mi última novela. Matizo: a diferencia de otras dos novelas anteriores que también había leído y criticado, el autor de esta reseña consideraba que si bien en esta había cosas positivas, en aspectos que -para mí- eran fundamentales, la novela era fallida.
Bien. Mi primera reacción fue la habitual, de disgusto. A nadie le gusta que le digan que ha fracasado en algo en lo que ha empleado ilusión y tiempo. Pero luego -lo digo sin afectación- sentí alivio y agradecimiento. No tengo muchos lectores y no estoy acostumbrado a que se ocupen de lo que escribo. El que alguien dedique su tiempo a analizar mis novelas (esta persona es la tercera vez que lo hace) ya es de agradecer. Pero si a eso se añade que el autor de la crítica da las razones por las que unas cosas le gustan y otras no, primero pone en valor los aspectos positivos de su crítica, y segundo nos lleva a reflexionar sobre los que considera negativos. Escribir siempre será una labor solitaria y en ese momento nada ni nadie debe influir en lo que haces. Pero en esa soledad, además de lo que sientes, llevas dentro todo lo que has leído, pensado, meditado. Y también deberías llevar, una vez digeridas debidamente, todas las críticas fundamentadas que has recibido por lo que haces. Si solo hacemos oídos a lo que nos gusta, si vivimos en una burbuja de amigos, conocidos, círculos que alaban todo lo que hacemos, nos creeremos poco menos que dioses y consideraremos que cualquier cosa que hagamos es infalible. Y, sobre todo, nunca avanzaremos en lo que escribimos. Por eso es tan importante para un autor una crítica independiente, honesta y fundamentada.
Todo lo anterior, y algún comentario que intercambié con una persona a propósito de esta crítica, me llevó a releer las Páginas autobiográficas de Iván Turguénev, en particular a las que se refiere al crítico Vissarion Belinski (aquel que siendo admirador de Nikolái Gógol, lo puso a caer de un burro a propósito de su último libro, en una Carta a Gógol, que sigue siendo una referencia de la buena crítica). Con la transcripción de algunos párrafos de Turguénev acabo esta breve entrada:
Belinski, indudablemente, poseía las principales cualidades de un gran crítico; y si en la esfera del conocimiento tuvo que recurrir a la asistencia de sus amigos y aceptar su palabra como verdades, en lo que respecta a la crítica no tuvo que buscar el consejo de nadie; al contrario, fueron los demás los que se sirvieron del suyo; la iniciativa estaba siempre de su parte. Su intuición estética era casi infalible; su mirada penetraba en la profundidad y nunca se nublaba. Belinski nunca se dejó engañar por las apariencias o el ambiente: no se sometió a ninguna influencia ni corriente; reconocía enseguida lo bello y lo feo, lo verdadero y lo falso y pronunciaba con intrepidez su dictamen: lo pronunciaba claramente, sin reservas, con calor y fuerza, con toda la seguridad del convencimiento. Todo aquel que ha sido testigo de los errores de la crítica, a los que han incurrido incluso hombres de un intelecto extraordinario (…) no puede dejar de sentir respeto por el juicio preciso, gusto seguro e instinto de Belinski, por su habilidad para “leer entre líneas”. No hablo de los artículos en los que asigna el lugar que corresponde a los representantes antiguos de nuestra literatura; ni tampoco a aquellos otros en los que define la importancia de los escritores vivos y hace balance de sus actividades, balance aceptado y confirmado, como se ha dicho más arriba, por la posteridad; me refiero a que, ante la aparición de un nuevo talento, de una nueva novela, poema o relato, nadie antes que Belinski ni mejor que él dio un juicio más acertado o dijo una palabra más verdadera o definitiva.(…)
Otra cualidad notable de Belinski como crítico era su capacidad para comprender lo que era importante en un momento dado, lo que exigía una respuesta inmediata. lo que iba a ser la “sensación de la temporada”. Un huésped que llega a deshora es peor que un tártaro, dice el proverbio; de la misma manera, una verdad que se anuncia a deshora es peor que una mentira y una cuestión suscitada a deshora sólo confunde y enreda (…) Belinski comprendió perfectamente que, dadas las condiciones en las que tenía que trabajar, no debía salirse del círculo de una crítica estrictamente literaria. En primer lugar, habría sido muy difícil actuar de otra manera, dadas las condiciones políticas y generales, así como la censura de aquel entonces; y aun así, le resultó difícil hacer frente a la tormenta de amenazas y denuncias que despertó su rechazo de nuestras autoridades pseudoclásicas. En segundo lugar, veía y comprendía con absoluta claridad que en el desarrollo de todos los pueblos una época literaria precede a todo lo demás; que, sin atravesarla y superarla, era imposible avanzar; que la crítica, en su condición de negación de la falsedad y la mentira, debía, en primer lugar, someter a análisis los acontecimientos literarios y que en eso precisamente consistía su cometido. Sus convicciones políticas y sociales eran muy fuertes y decididamente incisivas, pero pertenecían a la esfera de las simpatías y antipatías instintivas. Vuelvo a repetirlo: Belinski sabía que no podía pensarse en aplicarlas, en llevarlas a la práctica; pero aunque eso hubiera sido posible, carecía de la preparación suficiente, del temperamento necesario para ello; él lo sabía perfectamente, y con ese conocimiento práctico tan característico suyo para saber cuál era su papel, restringió la esfera de sus actividades, las encerró dentro de ciertos límites.