Por Dativo Donate
Se nos quedó pendiente una conversación. No de teatro, ni de las miserias del mundo, ni de literatura, ni de otras cosas de muy relativa importancia. Se nos quedó pendiente otra conversación sobre western. Gerardo Malla decía, con toda la razón, que hasta el peor western tiene caballos, y eso hace que hasta el peor western se deje ver.
El caballo es un espectáculo en sí. Es una estética que se impone a la narrativa, que ha de ser necesariamente sencilla para no estropear la contemplación vigorosa de los caballos. Siempre actúan bien, y hacen lo que deben hacer. No todos los actores lo consiguen. Gerardo sí actuaba muy bien, y le gustaría esa comparación con la nobleza dramática del caballo. Quizá ya no se permita que los caballos rueden por el suelo en las persecuciones o en los ataques indios; y, si no se permite, para que las conciencias sigan impolutas, quizás el western no tarde en morir. Hoy ha muerto Gerardo. Se ha ido de un mundo en el que no hay teatros abiertos, como cuando llegaba una peste en el Siglo de Oro. Se ha ido de un mundo absurdo, de un Madrid imposible y polar, antes de que se funda la misma nieve que aún lo disfraza, y que vería caer con estupor desde su ventana. Se va de un mundo que se ahoga en una espiral de virus y de economía infectada, mientras los chacales se relamen ante el rico botín de la desolación.
Se ha ido Gerardo Malla, nada menos. Se va un hombre de teatro, que fue teatro y vivió siempre en la órbita de un teatro. Vi muchas obras suyas antes de conocerlo. Me lo presentó mi amigo Juan Luis Cobo, que tenía con él muy estrecha amistad. La primera vez que hablé con Gerardo, hace ya ni se sabe, hablamos de teatro clásico y ponderé, sin recordar que era suya, la excelente versión de El desdén con el desdén, de Agustín Moreto, aquella que se estrenó en el Teatro de la Comedia, mil años atrás. Luego me regaló unas fotografías enormes de aquella obra, que él conservaba en alguna parte.
De pocas cosas puedo ufanarme. Una de ellas fue presentar a Gerardo Malla y a mi amigo Santiago Miralles, que le escribió una obra de un Lope de Vega en su vejez. Gerardo buscaba una obra con aquellas características —una función, decía siempre él— y los presenté. Salió una obra poderosa y un montaje inolvidable, Entre Marta y Lope, en el que me olvidé de que aquello era una obra de teatro que había escrito Santiago, y también me olvidé de que aquel Lope no era Lope, sino Gerardo. No fui yo el padre de la obra; pero fui, cuando menos, el feliz padrino.
Recordaré siempre su cálida amabilidad. Llevé a mis alumnos a ver su montaje de Las bicicletas son para el verano, en el que tenía el papel protagonista. Qué encantador se mostró con los chicos, para satisfacerles su curiosidad. Y llevé a mi madre a ver su reestreno de La taberna fantástica, al teatro Valle Inclán. Ella ya lo conocía, de sus poderosos montajes de zarzuelas. No olvidaré que Gerardo nos regaló aquella última tarde con ella, estando sana, y fue su inagotable amabilidad la que tanto acreció nuestro disfrute. Hoy les paso a mis alumnos el enlace de La 2, para que vean aquella función que montó Gerardo. Con un Brujo que se salía, y que una vez nos dio plantón. Pero esa es otra historia.
Nos queda pendiente la conversación sobre western. Saldrán a relucir King Vidor y Boetticher, Delmer Daves o Anthony Mann. Es siempre una buena conversación, en la que se aprende a salir del círculo de los Ford, Hawks, Peckinpah o Huston. Gerardo Malla siempre te enseña algo, y siempre tiene razón. Los caballos se marchan hacia el horizonte, en el crepúsculo, con una magistral indiferencia que ningún actor iguala.
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¡¡Qué delicia de texto!! ¿¿Qué elegantemente transparenta el afecto que se tenían Dativo Donate y Gerardo Malla!! Con cuatro delicadas pinceladas, el autor nos permite entrever no solo la personalidad y el carácter de la persona a la que rinde homenaje, sino también la entrañable complicidad que mantenían. ¡¡Qué estupenda necro-ilógica!!