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Invitación a la Divina Comedia. Infierno X
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Infierno IX

Además de continuar la aventura iniciada en el canto VII –y notad la continuidad de la misma hasta el v. 106, es decir, por más de dos cantos–, el canto IX del Infierno contiene los tres versos metapoéticos más significativos de la cántica, y quizás de toda la obra. Nos referimos a los célebres vv. 61-63, en los que el narrador comentarista realiza una de las conocidas apelaciones al lector (estudiadas magistralmente por Spitzer y Auerbach, nada menos), que sirven para construir lo que en este siglo la Escuela de Constanza ha llamado lector modelo o implícito (en este caso, explícito): fijaos que Dante concibe dos tipos de lector, aquel que, por no tener el intelecto sano no puede acceder a la doctrina que se esconde bajo el velo de los versos extraños (es decir, que tienen algún tipo de marca de extrañeza a nivel literal), y aquel que, sano de intelecto, sí es capaz de desentrañar la alegoría, escondida y al tiempo visible –porque un velo, si suficientemente sutil, vela y revela. Es claro, pues, que la movida peripecia del episodio transmite una doctrina a la que se llega usando el intelecto con rectitud (‘sano’ significa ‘sin haber perdido del todo el vínculo intuitivo con la Verdad y el Bien’), aunque hay que reconocer que un lector primerizo de la obra no tiene a su disposición los elementos necesarios para hacerlo, que solo le serán dados en el canto XI, cuando Virgilio explique la estructura psico-ética del Infierno. Ello implica que la Divina comedia es un artefacto poético construido para la relectura, es decir, para una primera lectura intuitiva y una segunda reflexiva o exegética. Permítaseme, pues, introducir a la segunda, aunque para ello deba destripar en algún modo la primera.

Priamo della Quercia

Veíamos que Flegiás, la ira, conduce a Dante, la mens humana aún sin dominio racional, guiado por Virgilio, la poesía racional, por la laguna Estigia de los pecados de tristeza, resultado de la corrupción del apetito irascible –consecuencia a su vez de la previa corrupción del apetito concupiscible no controlado por la razón–, ante la presencia de las Furias o Erinias, sobre las cuales no hay que ejercer un gran esfuerzo exegético para percatarse de que son figura o imagen de la brutalidad, una de las tres disposiciones aristotélicas con las que Virgilio describirá la estructura del Infierno poco más adelante, como decíamos, denominándola «loca bestialidad»: su ferocidad (v. 45), su color sanguinolento (v. 38), y su tradición clásica, así lo indican, aunque habrá que hacer un mayor esfuerzo analítico acerca de sus cabellos serpentinos, cuyo significado ahora se me escapa. De este modo, las Furias o Erinias son los personajes mitológicos correspondientes a los círculos VI y VII, donde penan los pecadores de “loca bestialidad”, herejes y violentos. Y podemos postular, solo como hipótesis, que cada una de ellas encarna cada una de los tres modos de ejercer violencia bruta que encontraremos en el círculo VII: contra Dios, contra el prójimo, contra uno mismo.

Franz von Bayrou

Las Furias, o bien la brutalidad, amenazan con llamar a Medusa, imagen de la tercera disposición aristotélica que nombrará Virgilio, la astucia, correspondiente a los círculos VIII y IX del Infierno: Medusa, del griego médomai, ‘maquinar’, que Robert Graves traduce como “la astuta”, figura, así pues, de la razón malvada, que amenaza con petrificar o helar la mente y el corazón (es decir, las almas intelectual y sensitiva) del hombre, lo cual es, por un lado, clara anticipación de lo que representará Cocito, la última zona del Infierno, pero también, para el lector entendido, referencia a la fase psicológica y poética que había llevado a Dante a caer en la selva oscura: la de las canciones “petrosas”, en las que la mujer amada es una Medusa que petrifica la mente y el corazón del poeta. No me resisto a citar un pasaje del Comentario a la Ética de Tomás de Aquino, que explica el proceso de degradación que lleva de la brutalidad a la malicia: «si la perversión del apetito prevaleciese tanto que dominase a la razón, la razón seguirá a eso que incline el apetito corrupto, como a cierto principio que a eso estima como fin óptimo. De allí que se actuará partiendo de una elección perversa, a causa de la cual alguien es llamado malo, como se dijo en el Libro quinto. Por eso tal disposición se llama ‘malicia’».

Stradano

Recapitulemos, pues. Ante las murallas de la Ciudad de Dite, vigiladas por la brutalidad de las Furias, Virgilio, la razón poética, se muestra impotente y duda (vv. 1-9), lo que se transmite como miedo a Dante (vv. 10-15), la mens que siente pero que aún no está en posesión de la razón. Virgilio no puede con la brutalidad de los diablos comandados por las Erinias, lo cual presenta a la imaginación lectora algo muy lógico: de nada sirve el razonar con quien la incontinencia –primero del apetito concupiscible; después del irascible– lo ha llevado y dispuesto a la violencia irracional, y antes de que pueda escuchar el mínimo argumento te agrede brutalmente. Fijaos que, en cambio, ante la amenaza de la astuta Medusa, Virgilio-la razón sí puede actuar, protegiendo la vista –es decir, la capacidad de conocimiento– de Dante-mens humana (vv. 55-60), porque la razón y su instrumento, la poesía, sí pueden, como veremos, combatir la astucia malvada con astucia diestra.

Y entonces, ante la violencia extrema, solo cabe confiar en la ayuda divina, que aparece en forma de un ángel, trazado con los rasgos de Mercurio, enviado por Dios, que camina sobre las aguas de la Estigia, despreciando cuanto ve salvo la angustia de los condenados, y que, con su mercurial vergueta, abre sin esfuerzo las puertas de Dite. Todo ello es figura de lo que explica Aristóteles al principio del libro VII de la Ética: que mientras que para combatir la incontinencia y la astucia malvada basta con la virtud humana, para hacerlo contra la brutalidad, contra la violencia extrema, se necesita «una virtud sobrehumana, heroica y divina», la encarnada en el enviado celeste de nuestro canto. Tomás, comentando el pasaje del Estagirita, explica que «como las afecciones se corrompen algunas veces en el hombre hasta asemejarse a las bestias, la cual es llamada bestialidad, y está por encima de la malicia humana y la incontinencia; así también a veces la parte racional es perfeccionada y formada más allá del modo común de perfección humana […] y es llamada virtud divina por encima de la virtud humana y común». ¡¡Qué actual me parece todo esto, cuando millones de personas en el mundo, sobre todo mujeres, solo pueden oponer a la violencia extrema a la que están sometidas una virtud personal heroica que va más allá de lo humano, la virtud de la víctima –y dejemos de ver a la víctima como un ser débil, pasivo e indefenso–, de cuya génesis y desarrollo se tratará en el primer cielo del Paraíso!!

Una última reflexión: espero estar siendo capaz de hacer sentir cómo Dante consigue traducir importantes contenidos intelectuales, abstractos (doctrina), en imágenes móviles y progresivas, riquísimas de matices visuales sensibles y psicológicamente matizadas, que dan una sensación de verosimilitud fantástica, produciendo un mundo imaginario perfectamente coherente y “real”. La alegoría dantesca nada tiene que ver con personificaciones o representaciones arterioescleróticas, y es profundamente articulada y “viva”, y hace así de la imaginación un sutil y potente instrumento de conocimiento.

El canto, como ya estamos acostumbrados, se prolonga 27 versos más del desenlace del episodio, generando la ya habitual progresión narrativa y el no menos habitual suspense. Dante y Virgilio entran en Dite y caminan contemplando la enorme necrópolis en que penan los herejes, lo cual origina una extrañeza inmediata en el lector (suspense narrativo y gnoseológico, pues): ¿qué hacen los herejes aquí, tan arriba en el Infierno, y entre los pecados de brutalidad? La respuesta, en el próximo episodio.

Juan Varela-Portas de Orduña, de la Discreta Academia

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