Por Santiago López Navia
A diferencia de la literatura inglesa y estadounidense, en donde el personaje está muy sólidamente afianzado, no es nada fácil encontrar un tratamiento afortunado del mito del licántropo en la narrativa española más allá de las recopilaciones de leyendas, especialmente en el ámbito cultural gallego. Por eso, como amante reconocido de la literatura que rinde homenaje a los monstruos en general, y al hombre lobo muy en particular, celebro enormemente la publicación de El diablo del norte español (Santander, Ediciones Valnera, 2021) del periodista, cineasta y escritor José Carlos Rojo, cuya sólida trayectoria creativa vengo siguiendo con atención y grandísimo afecto desde sus orígenes universitarios.
Me ha resultado muy grato, además, que Rojo recoja en su primera novela (y espero de verdad que no sea la última) el relato del que fui lector privilegiado hace algunos años, “El viejo de los trece dedos”, que da pleno sentido a la naturaleza, la configuración y los motivos de Roberto Ceballos. Cuando hablo de motivos los equiparo por su contundencia a aquellos motivos del lobo tan deliciosamente cantados por Rubén Darío, y digo esto precisamente porque Roberto Ceballos es un licántropo con motivos.
En un momento histórico tan relevante y presidido por la violencia y el odio como es la Guerra de Independencia, los impulsos que mueven a Ceballos trascienden la anécdota personal y dan un sentido más grave a su acción. Esto no quiere decir en modo alguno que no haya una clarísima dimensión personal en su animalidad, que él interioriza desde una autoafirmación identitaria sin fisuras. De hecho, los sentimientos son determinantes en el proceso de transformación que convierte al hombre en una fiera. Hablo de la ira, pero también hablo de una férrea e irreducible voluntad de independencia que solo cede ante el amor (siempre el amor) que Ceballos acaba sintiendo por una niña: un amor paternal, inspirado por el afán protector que mueve al macho alfa de la manada (entendido en el sentido más noble de la expresión) y poderoso hasta el punto de que, tal como yo lo veo, es el amor del lobo y no el del hombre el que alumbra el milagro salvífico de una nueva vida. Quien lea la novela entenderá lo que digo, y entenderá también por qué no puedo dar más pistas.
Por si todo lo anterior fuera insuficiente, El diablo del norte español es una de las novelas mejor escritas que he leído en los últimos años, y esta no es una afirmación menor en un momento en el que, junto a ejercicios literarios tan formalmente exquisitos como este, brota un auténtico aluvión de narrativa corsaria, estilísticamente hablando, cuyos autores, a diferencia de Rojo, no han desarrollado una consciencia responsable tan necesaria para la limpieza, el brillo y el esplendor de nuestra lengua (y admítaseme, por favor, la reivindicación académica en un momento tan claro de depauperación del español). En este sentido la novela de la que hablo, cuya lectura recomiendo vivamente a los amantes del género fantaterrorífico, es una verdadera delicia.
Siempre he dicho que la verdadera maldición del hombre lobo (o la mujer lobo, que tanto da) consiste en recobrar su condición humana cuando no hay luna llena. No solo lo he dicho, sino que lo tengo escrito hace ya unos cuantos años en el poema dedicado al licántropo en Tremendo arcángel, publicado en 2003 en La Discreta. Veo también ciertas concomitancias entre los sentimientos de Roberto Ceballos y la identidad atormentada y un punto heroica que el gran Paul Naschy supo conferirle a Waldemar Daninsky, su hombre lobo único; para mí, desde luego, el licántropo por excelencia. José Carlos Rojo me honra y me conforta reconociendo la relación entre su monstruo y el mío, y esto me hace volver una vez más a la maravillosa cosecha que, sin buscarlo ni pretenderlo, puede recoger con el paso de los años un profesor que ha intentado y sigue intentando convertir su vida en una siembra.