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Por David Torrejón

Una advertencia preliminar: esta entrada está preñada de una absoluta subjetividad que parte de mi propia biografía lectora, plena de saltos y carencias. Por tanto, no tiene más valor que el de unas notas íntimas que no me importa compartir, pero que ni son ensayo, ni pretenden participar o formar corriente de opinión alguna. 

Parto del siguiente hecho: mi muy reciente jubilación me ha permitido retomar la lectura con parecida cadencia y casi el mismo disfrute de hace, ejem, más de 35 años. Espero aguantar este ritmo en los años que me queden por delante.

No sé muy bien por qué, dado que como estudiante era más bien vago (distraído decían entonces los profesores), en el mundo laboral he sido, desde el primer día hasta el último, del modelo ultra responsable. Supongo que en un momento dado uno asume el ejemplo de lo que vio en casa. Y, además, siempre he tenido empleos en los que he disfrutado. También es posible que sea de esos afortunados que son capaces de ver lo bueno en cualquier trabajo. El periodismo y la publicidad son, por otro lado, ese tipo de dedicaciones en las que nunca se echa el cierre al chiringuito, al menos mentalmente.

Así que ese que fue niño distraído y luego joven estudiante despreocupado, pero siempre lector compulsivo, se vio de repente ante una terrible disyuntiva: leer o escribir. Leer, escribir, trabajar, atender las responsabilidades familiares, hacer deporte a cierto nivel… todo junto era imposible. Así que de n decenas de libros al año pasé a cinco, seis, o diez unidades en los mejores casos. Sí, una vergüenza. Súmese a eso en los últimos años la merma de poder lector que supone enfrentarse cada temporada a unos cuantos originales enviados a La Discreta. No son muchos, pero con tan magra cosecha, tres o cuatro ya tienen su peso.

No sé si los (¿pocos? ¿muchos?) lectores que he conseguido en estos años me agradecerán mi elección en favor de la escritura. Espero que al menos alguno sí lo haga.

Y en este retomar la lectura uno se da cuenta de que el disfrute ya no es tan fácil como antes del parón. No es fácil dilucidar aquí si la culpa es de que va perdiendo la ingenuidad (¿por qué tantos a partir de los cuarenta empezamos a leer más ensayo e historia que novela?), de que mucha de la nueva literatura le recuerda a obras anteriores pero escritas desmañadamente o, simplemente, que ha dejado de estar conectado al aire de lo tiempos. Daría para mucho hablar este asunto.

El caso, y en realidad hasta aquí todo ha sido un largo preámbulo para que se me entienda mejor, es que primero la casualidad y luego una cierta premeditación me han llevado a reencontrarme con algunos autores de mi misma generación a los que abandoné con sus primeros éxitos recién leídos. Primero fue Manuel Rivas, del que, no sé muy bien cómo, llegó a mis manos “El último día de Terranova”. A continuación, una buena amiga me regaló “El huerto de Emerson”, de Luis Landero, y finalmente, ya a propósito me hice con “Distintas formas de mirar el agua”, de Julio Llamazares. Es cierto que Landero es diez años mayor que los otros dos, pero como empezó publicando tarde, en realidad surgió de la misma hornada.

La elección de las obras es totalmente casual. No sé si son las mejores de sus últimos diez años o las peores. Es difícil saberlo leyendo las solapillas. El asunto es celebrar la coincidencia y contar lo que me ha parecido este reencuentro.

Lo primero es lo primero. El mejor título es para Llamazares, con diferencia. Lo de Landero es un desastre, y lo de Rivas poco imaginativo. Lejos quedan títulos tan evocadores como “Los juegos de la edad tardía” o “Un millón de vacas”. ¿Entienden quizás ellos o sus editores que su firma tiene más peso que el título del libro? Quizás tengan razón.

¿Y qué me han parecido literariamente? Hay que decir que no he releído sus primeras novelas, así que es una comparación engañosa hecha sobre un recuerdo en el que no solo están esos libros, sino seguramente todos los que entonces seleccionaba de entre una producción mucho menor a la de hoy día, cuando ya se sabe que casi hay tantos escritores como lectores (70.000 títulos al año).

De Manuel Rivas siento que está donde lo dejé, incluso un poco más adelante estilísticamente, que ya es decir. Y eso no tiene por qué ser siempre bueno. Las tres o cuatro primeras páginas son una invitación a lanzar el libro por la ventana. No sé si por emulación de su paisano Torrente Ballester, del que siempre se ha dicho que hay que pasar las primeras cuarenta o cincuenta páginas para interiorizar el ritmo, la respiración y el tono de la historia para así poder luego disfrutar intensamente, pero el caso es que Rivas no da facilidad alguna. Un comienzo incomprensible, diálogos sin guion o repartidos en el mismo párrafo suponen un constante tour de force para el lector. Pero, a cambio, siempre nos lleva de la mano con unas imágenes poderosas que nos introducen en los sentimientos de los protagonistas con altura poética. Sería extraño que no fuera así para alguien que ha publicado una decena de libros de poesía.

La temática no está muy lejos de lo último que leí de él. Dictadura, franquismo, sobrevivir a la opresión cultural y luego económica… aquí trufada con toques de la Movida incluida la droga.

Pero me queda sobre todo el sabor salado de su prosa atlántica por encima de la peripecia, sin duda interesante, y de unos personajes redondos que se van construyendo a sí mismos poco a poco a lo largo de todas las páginas, con las dificultades señaladas al principio.

Luis Landero me deslumbró con sus “Juegos de la edad tardía”, extraordinariamente. “El guitarrista” quedó a mis ojos dos cuerpos por detrás en la línea de llegada. Ahora me he metido en su huerto, al parecer el segundo libro de unas memorias sentimentales muy cargadas literariamente. Tendré que leer el primero. Si un libro de memorias pretende explicar al protagonista, creo que lo consigue. Creo que queda claro quién es Landero, sus contradicciones, su biografía improbable de feliz niño de pueblo, profesor, guitarrista y escritor famoso. Quizás su vida sea su mejor novela y esta es una obra que nos la explica, con humor, con ternura, con pequeños relatos, anécdotas e historias de personajes que le marcaron. Conmueve su sinceridad, su mirada implacable, aunque cargada de ironía, hacia sí mismo y también su escepticismo hacia la naturaleza humana y la vida, ese transit gloria mundi que lo tiñe todo.

Naturalmente, su prosa está en plena madurez, repleta de recursos para hacernos disfrutar de cada párrafo, para llevarnos de un lado a otro y sorprendernos al doblar una esquina de las palabras.

Julio Llamazares es otro autor destacado de los nacidos, como yo, en los cincuenta y tantos. Y otra biografía improbable, tanto como la de Landero y más que la de Rivas, que al fin y al cabo era ya periodista en una tierra de tradición literaria cuando se lanzó a la poesía y el relato. No ha publicado mucho Llamazares desde que lo dejé de leer. Su prosa clara y nada efectista está tan alejada de la de Rivas como sus paisajes predilectos pero, como él, sigue aferrado a los temas de entonces. Desaparecido en 2003 Avelino Hernández, Llamazares es el gran reponedor de la memoria de la España vacía en las estanterías de la literatura. Y esta su última novela está, además, muy cercana a su biografía. Se centra en una familia marcada por la desaparición de su pueblo bajo las aguas de un nuevo pantano, encajado en las montañas leonesas, lo mismo que le pasó a aquel en el que nació el escritor.

La prosa de Llamazares no requiere esfuerzo ninguno en esta obra. Ha optado por no variar apenas la voz de la conciencia de los quince personajes que, uno a uno, nos entregan sus distintas miradas al agua del pantano, la tumba líquida donde se van a sumergir las cenizas del patriarca de la familia. Es una opción, pero quizás no la mejor.

Los tres son autores periféricos que llegaron a la liga nacional, aunque Rivas sea el más urbano. Los tres está en plena madurez y el mayor de ellos incluso anunciando su retirada. Pero la conclusión del reencuentro vale para todos: ha sido estupendo volver a leerlos tantos años después.

Y esto me lleva a dos últimas reflexiones comparativas o especulativas, que siempre tienen morbo, pero que son, absolutamente subjetivas. La primera es que quienes se decidieron a apostar por estos escritores en su momento, sin duda acertaron. Ahora, las grandes editoriales se han olvidado de lo que antes se llamaba el best seller literario y, lo que es peor, intentan hacernos pasar por tales obras que son meramente de consumo, con todos mis respetos para ellas, de las que también disfruto de vez en cuando. Dudo mucho que Rivas, Landero o Llamazares hubieran encontrado hueco en las estanterías hoy en día, dada la profundidad de su escritura y los temas que frecuentan.

La segunda, que, en la medida de nuestras posibilidades, en La Discreta estamos para echar un salvavidas a esos Rivas, Landeros y Llamazares que andan huérfanos de editor. César Gavela, Alfonso Ruiz de Aguirre y próximamente Carmen Menéndez, son algunos de nuestros últimos náufragos rescatados. Otros se han consolidado dentro y fuera de nuestro sello, como Emilio Gavilanes, Paloma Gómez Rubio o Luis Junco, autores que nada tienen nada que envidiar a estos tres clásicos generacionales.

Si alguien echa de menos voces propias, poderosas y originales, como las de antes, que explore nuestro catálogo. 

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