Por Santiago A. López Navia
Llega a mis manos el Diario de un viaje a la tierra del dragón (Madrid, Lastura, 2021) del poeta y profesor José Manuel Lucía Megías, y me reencuentro, conocedor como soy de su extraordinaria sensibilidad y de la fuerza de su poesía, con un poemario en prosa exquisito en su construcción y en verdad revelador en el tratamiento de los temas que lo inspiran.
La mirada atenta del poeta preside un viaje que tiene en cuenta la fuerza de los espacios que recorre, desde la contemplación de la grandeza de la Gran Muralla a partir del esfuerzo y la interiorización que traen de su mano la conquista de su cima (el poeta quisiera captar con el ojo de su cámara cada uno de sus tramos de piedra, transformada por el milagro de la luz) hasta la contemplación del río Yaigtze, integrado en el laberinto urbanístico de Nanjing como una calle más, pasando por el Pabellón de la Mente Ejercitada, lugar íntimo de refugio y recogimiento, y la espera ante la ciudad prohibida de una epifanía violentada por algo tan impertinente como la música de Love Story que suena en los altavoces.
No es, ni muchísimo menos, un espacio neutro a la vista del poeta. No podría serlo conociendo sus valores. Por eso le llama la atención la rigidez de los militares que contrasta con el colorido de las cometas en Tian’anmen. Por eso capta el silencio que inunda el sepulcro de Mao, roto solo por los pasos de los visitantes, o la ensoñación en el Palacio de la Suprema Armonía, quebrada por el alboroto ocasionado por la presencia de los turistas. Por eso es consciente del poder del paso del tiempo en ese espacio: el paso del tiempo, que lo reordena todo rompiendo la rigidez de los designios de quienes gobiernan el mundo. A propósito de la presencia vivificadora de los niños en torno al estanque próximo a la Puerta de los Grandes Estudios el lector encuentra el regalo de una frase casi hiriente por su certeza: “El tiempo siempre termina por romper el orden de las palabras, por más que los emperadores se empeñen en convertirlas en mármol” (p. 55), en sintonía con la misma fuerza niveladora del tiempo que ahora preside el lugar en donde en su día se alzó el mausoleo del emperador Hong Wu que no es, sin embargo, suficientemente poderosa como para convocar el recuerdo necesario de una tiranía cuyo peso lleva a seguir edificando un destino triste “que se construye de espaldas a las lecciones de la historia” (p. 89). Una tiranía que aún hiere los ecos de los gritos de los estudiantes muertos en la Plaza de Tian’anmen.
Más poderosa y permanente aún, por suerte, es la lengua en la que el poeta festeja “el carnaval del español en Nanjing” (p. 99), que ha alumbrado la poesía y la cordialidad compartidas con sus estudiantes primerizos en la Tierra del Dragón, convertidos en la prometedora y disruptiva “Banda de los Veinticuatro”, que se arma con el invencible poder de la palabra frente a la fuerza de la sinrazón. Por eso sus ojos y su voz se fijan en la presencia humilde y sencilla del otro, personificada en la anciana que recoge castañas del suelo, objeto de las “tristes palabras” que el poeta le dedica y que ella no leerá nunca.
Y en el fondo de todo, por encima de todo, siempre el amor. El amor que trasciende los límites del espacio, como sabe ver el poeta en los sarcófagos del emperador Wanli y sus esposas: “Todos los objetos preciosos se llevaron al Museo de Historia de China, pero el olor a lágrimas, como un misterio, permanece en la tumba” (p. 18). Pero, sobre todo, el amor centrado en el ser amado desde la distancia, proyectado en el cielo recreado por la cosmología Gaitian (que reivindica la circularidad, también simbólicamente presente en el Mausoleo de Sun Yatsen) y en el cielo que está más allá del techo que protege el Templo de los Lamas. El poeta añora la presencia de la persona amada, capaz de conjurar el velo de la niebla (“maldita niebla”) que pesa sobre Guozijan Jie. La distancia se acentúa por la diferencia del tiempo real, el del reloj, que impide la anhelada sincronía con el ser amado por la tiranía impuesta por el huso horario. Esa distancia y esa diferencia en las horas quedan disueltas, sin embargo, con la luz que anuncia su llamada en el teléfono móvil, preludio de la luz aún más intensa de su voz en la noche de Nanjing, esa misma noche en la que la adoración movida por el deseo enamorado contrasta sin límites con la adoración que merecen los nuevos dioses en las tiendas de la Avenida de Hunan, esa misma noche que se rompe al amanecer con “la danza macabra que comienza a bailar el rosario de los despertadores” (p. 83). El amor, plasmado en un poema, quiere hacerse ofrenda de piedra y cobre ante la estatua del poeta que se alza en el Parque Shouxihu de Yanghou y, ya en el avión de regreso a casa, quiere vencer las diferencias horarias entregándose a la promesa del reencuentro, único acontecimiento para el que se reclama la necesaria puntualidad. Y es que el poeta enamorado sabe que el amor es ese lugar y ese momento a los que nunca hay que llegar tarde.