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Por Luis Junco

Del libro de W. G. Sebald, A place in the country, al que me referí en otra reciente entrada de este blog, tuve conocimiento de este Johann Peter Hebel (1760-1826), maestro de escuela y teólogo luterano, pero sobre todo poeta y narrador. Me resultaron tan deslumbrantes los párrafos que de él mostraba Sebald en su libro, que busqué y encontré The treasure chest, que contiene más de un centenar de pequeños relatos escritos por Hebel entre 1803 y 1811. Y quisiera compartir en este blog uno de esos relatos. En la Introducción se nos dice que, en su autobiografía, Elias Canetti declara su deleite al descubrir que para Franz Kafka este relato de Hebel era “la historia más maravillosa del mundo”. Unos relatos de este libro –The treasure chest- que también para Goethe, contemporáneo de Hebel, correspondían con el título del libro. Pequeñas y admirables gemas llenas de imaginación, candor y sentimiento. 

Sebald señala que leer unas notas de Hebel sobre la aparición del cometa Halley es como leer su autobiografía. Estas son las notas de Hebel:

¿No aparecía cada noche como una bendición en el cielo de la tarde, o como un sacerdote cuando pasea por la iglesia rociando agua bendita, o, por así decirlo, como un buen amigo de la tierra que mira atrás con nostalgia, como si quisiera decir: también yo fui tierra como tú, cubierto de copos de nieve y nubes de tormenta, de hospitales y comedores sociales Rumford y cementerios? Pero llegó mi Día del Juicio y me ha transfigurado en luz de los cielos, y aunque de buena gana bajaría hasta vosotros, no puedo hacerlo, por no volverme a manchar de la sangre de vuestros campos de batalla. No dijo eso, pero lo pareció, pues, a medida que se acercaba, se hacía cada vez más brillante y adorable, más generoso y más alegre, y a medida que se alejaba se hacía más pálido y melancólico, como si se lo tomara en serio. 

Ambos, el cometa y el narrador” -dice Sebald- “dejan su trazo luminoso sobre nuestras vidas desfiguradas por la violencia, observando todo lo que sucede abajo, pero desde la mayor distancia que pueda imaginarse. Esa extraña constelación, en la que la simpatía y la indiferencia se desvanecen, es como si fuera el secreto profesional del cronista, quien a veces cubre un siglo entero en una sola página, y aun así mantiene un ojo atento a la más insignificante de las circunstancias, quien no habla de pobreza en general pero describe cómo de vuelta a casa las uñas de los niños están azuladas del hambre, y que siente que existe una conexión profunda entre, por ejemplo, las disputas domésticas de un matrimonio en Suabia y la pérdida de todo un ejército en las inundaciones del Berezina.”

Este es el relato: 

Reencuentro inesperado 

Hace ya sus buenos cincuenta años, en Falun, Suecia, un joven minero besó a su preciosa prometida y le dijo, “El día de Santa Lucía el párroco bendecirá nuestro amor y seremos marido y mujer y formaremos nuestro hogar”. “Y puede que la paz y el amor habiten con nosotros”, le contestó su adorable prometida, y sonrió dulcemente, “pues tú lo eres todo para mí, y sin ti, antes de en cualquier otro lugar, pronto acabaría en la tumba”. Sin embargo, cuando antes de la festividad de Santa Lucía el párroco proclamó sus nombres por segunda vez: “Si alguien conoce causa u obstáculo por la que estas dos personas no puedan unirse en santo matrimonio”, la Muerte respondió. Pues al día siguiente, cuando el joven pasó por la casa de la novia vestido con el traje negro de minero (un minero siempre va vestido para su propio funeral), como de costumbre tocó en su ventana y le deseó los buenos días, pero ya no pudo expresar sus buenos deseos por la noche. No volvió de la mina, y en vano esa misma mañana ella cosió una puntilla roja en el pañuelo negro del novio para el día de la boda, y como él no volviera lo guardó, lloró por su prometido y nunca lo olvidó. 

Entretanto, en Portugal, la ciudad de Lisboa fue destruida por un terremoto, la Guerra de los Siete Años empezó y se acabó, falleció el Emperador Francisco, los Jesuitas fueron disueltos, Polonia fue dividida, murió la emperatriz Maria Teresa, y Struensee fue ejecutado; América se hizo independiente, y el ejército combinado francés y español fracasó en el intento de tomar Gibraltar. Los turcos metieron al general Stein en la Cueva Veterane, en Hungría, y también falleció el Emperador José de Austria. El rey Gustavo de Suecia conquistó Rusia, llegó la Revolución Francesa y comenzó la larga guerra, y también fue enterrado el emperador Leopoldo III. Napoleón derrotó a los prusianos, los ingleses bombardearon Copengahen, y los agricultores sembraron y cosecharon sus campos. Los molineros trituraron el grano, los herreros empuñaron sus martillos y los mineros cavaron en busca de filones de metal. 

Pero en 1809, a un par de días de la festividad de San Juan, cuando los mineros de Falun  trataban de abrir una brecha entre dos galerías excavando entre escombros y agua con vitriolo, se tropezaron, como a trescientos metros profundidad, con el cuerpo de un joven empapado en vitriolo ferruginoso y a pesar de ello perfectamente conservado, de tal modo que todas sus facciones y su edad permanecían claramente reconocibles, como si acabara de morir o se hubiera quedado dormido mientras trabajaba. Cuando lo sacaron a la superficie su padre y su madre y todos sus amigos y conocidos ya hacía tiempo que no estaban en este mundo, y nadie dijo conocer al durmiente o saber de su desgracia, hasta que llegó la mujer que una vez había sido su prometida y que le había visto marcharse a las profundidades de donde nunca regresó. Con el pelo encanecido y encorvada, se aproximó ayudándose de una muleta hasta donde él yacía y reconoció a su prometido, y, más con gozo que con pena, se arrojó sobre el cadáver de su amado, y tardó un tiempo hasta recobrarse de tan fuerte emoción. “Es mi amado”, dijo al fin, “por quien he permanecido en duelo durante cincuenta años, y ahora Dios permite que vuelva a verlo antes de que me muera. Una semana antes de nuestra boda bajó a la mina y ya nunca volvió”. El corazón de todos los que estaban allí quedó conmovido hasta las lágrimas, al ver cómo mientras la antigua novia se había convertido en una anciana a la que habían abandonado las fuerzas y la belleza, el novio aparecía en la flor de la juventud, y cómo, a pesar de los cincuenta años transcurridos, mientras la llama del amor se volvía a encender en la mujer, él ni siquiera podía abrir la boca para sonreír ni sus ojos reconocer a su amada. Finalmente, ella, como única persona que podía reclamarlo, tuvo que pedir a los mineros que llevaran el cadáver a su casa hasta que pudiera prepararse una tumba en el cementerio parroquial.

Y al día siguiente, cuando la tumba estuvo lista y los mineros vinieron a llevar el cadáver del novio, ella abrió el ataúd, le colocó al cuello el pañuelo negro con puntillas rojas y acompañó el cortejo con su mejor vestido de los domingos, como si fuera a su propia boda y no a un entierro. 

¿Saben?, mientras bajaban el ataúd al foso en el cementerio, ella dijo, “Duerme, amado mío, un día o una semana o todo lo que desees en esa fría cama de matrimonio, y no dejes que sobre ti pese el tiempo. A mí aún me quedan unas pocas cosas que hacer, te seguiré a no mucho tardar y pronto amanecerá un nuevo día.” 

“Lo que la tierra ha devuelto ya una vez, no será retenido de nuevo a la final llamada”, dijo mientras se alejaba y echaba una última mirada sobre el hombro. 

 (Traducido del libro de relatos The treasure chest, de Johann Peter Hebel, editado por Penguin Books, 1995.)

1 Comment

  1. Emilio dice:

    Fabulosa entrada. El fragmento y el relato son soberbios. Gracias.

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