Por Luis Junco

“Gracias, Maestro, por tu obra, que tanto hemos disfrutado y esperamos seguir disfrutando”.

Muchos escritores/as, a la publicación de una nueva obra o como felicitación del nuevo año, reciben mensajes como este. También yo he recibido alguno. Y cuando ha sucedido eso, cuando alguien, con toda su buena intención y hasta con cariño, te envía algo parecido, me he sentido incómodo. No es falsa modestia, es un sentimiento claro, que sobrepasa la simple molestia. He llegado a sentirme irritado. ¿Por qué?

Primero tal vez porque en realidad nunca me he sentido “maestro”, alguien que enseña a los demás; al contrario, siempre me sentí más cómodo como alumno, como el que aprende. (E incluso en los años que ejercí de “maestro”, me esforcé por aprender, por ponerme en el papel de los que enseñaba.) Y segundo porque siempre me pareció que detrás de la palabra “Maestro”, así, con mayúsculas, se escudaba ese ser superior que desde su tarima miraba displicente hacia abajo, alardeaba de sus conocimientos casi divinos y los derramaba graciosamente sobre los menesterosos. Detrás de esas mayúsculas en realidad se escondían los peores maestros que he conocido. 

Así, pues, nunca me he sentido Maestro. Y tampoco escritor, a pesar de que a veces y por exigencias del guion me he autodenominado así. Más bien he sido una persona que escribe, que aprende de la vida también a través de la escritura. 

Aprender a compartir lo que sabes con los demás, recordar lo difícil que te resultó en muchas ocasiones acceder a lo que ahora conoces; estar atento, más que a la exhibición de tus conocimientos, a la dificultad que el que tienes enfrente tiene para entenderte; ser sensible, más que al aplauso que pueda derivarse por tu brillantez, al destello de alegría que se esboza como una chispa en quien acaba de entender lo que le dices… esas son algunas de las pautas que debiera seguir un buen maestro. Y también un buen escritor.