Por Luis Junco
Capítulo 3 – El nuevo sospechoso
Para estar seguros, Frank Assaro y Helen Michel repitieron el experimento para detectar plutonio en otra muestra de la misma capa de arcilla, ¡y en esta ocasión no encontraron la menor traza de plutonio! ¿Qué había ocurrido?
Según explicaron más tarde, seguramente la primera muestra había sido contaminada por una pequeña cantidad de plutonio proveniente de un acelerador de partículas próximo al laboratorio. Pero lo cierto es que en la capa de arcilla no había plutonio y la hipótesis de la supernova como causante de la extinción de los dinosaurios perdía todo el apoyo. Parecía que se volvía al escenario anterior y dominante entre los científicos: los dinosaurios no se habían extinguido a causa de una catástrofe, sino que habían desaparecido de manera progresiva, por cambio climático y/o dieta debido seguramente a una prolongada actividad volcánica.
Pero el panorama volvió a cambiar en poco tiempo. En nuevos y repetidos experimentos con muestras de la capa de arcilla, Frank y Helen confirmaron no sólo que no había plutonio, sino que en las muestras había una cantidad desproporcionada de iridio, metal del grupo del platino que normalmente no se encuentra en la superficie terrestre debido a su peso. Los experimentos demostraban que la cantidad de iridio de las muestra de la capa de arcilla era trescientas veces mayor que en las capas inmediatamente superior e inferior. Luis W. Álvarez recordó entonces que de los estudios sobre meteoritos que caen sobre la Tierra se concluía que la cantidad de iridio que traían con ellos era mil quinientas veces superior a lo que normalmente se halla sobre sobre la superficie terrestre. Era el año 1979 y otra vez la hipótesis extraterrestre tenía fundamento. No había sido una supernova, de acuerdo, pero aquellas mediciones del iridio en la capa K/T eran compatibles con el impacto de un enorme asteroide o de un cometa.
Mientras Luis W. Álvarez estudiaba el posible mecanismo que un impacto de estas características pudiera causar sobre la vida terrestre, su hijo Walt volvía a Italia a recoger nuevas muestras que confirmaran la anormal cantidad de iridio en la capa K/T.
En 1986, nueve equipos diferentes de geólogos habían analizado más de un centenar de muestras de la capa K/T en lugares muy distantes del planeta y en todas se confirmaba lo hallado en Gubbio: unos niveles altísimos e inexplicables de iridio. Mientras tanto, Luis W. Álvarez, gracias a su experiencia como físico atómico y a un informe de la Royal Society sobre la erupción del Krakatoa de 1883 que su padre -aquel médico asturiano, Luis Férnandez Álvarez, que citamos en el capítulo 1- le había dejado, lograba una explicación de los efectos del supuesto impacto del asteroide. Lo dice así en su autobiografía:
Llegué a la conclusión de que un cuerpo extraterrestre de diez kilómetros de diámetro había impactado sobre la Tierra hacía 65 millones de años y había lanzado a la estratosfera una inmensa nube de polvo que había oscurecido el cielo convirtiendo el día en noche durante varios años, dando lugar a la interrupción de la fotosíntesis y por tanto a la muerte por inanición de muchas especies. (Calculamos el diámetro del objeto comparando la cantidad de iridio de nuestras muestras con la hallada normalmente en meteoritos.) En esta extinción K/T todos los animales terrestres de más de 25 kilos desaparecieron en los restos fósiles; en mi propuesta, la crisis ambiental golpearía con más dureza a los animales más grandes y, por tanto, menos numerosos. Igualmente imaginé que durante esa prolongada noche haría mucho frío, pero no estaba seguro de eso. La repentina desaparición del sol en el firmamento durante tanto tiempo, sin duda conllevaba el enfriamiento, pero en el escenario que yo estaba considerando, la habitual cantidad de luz solar seguiría llegando a la alta atmósfera. Los granos de polvo en suspensión la absorberían y eso compensaría la bajada de temperatura. Desde entonces, distintas simulaciones en computadoras han demostrado que el polvo en suspensión habría hecho bajar la temperatura a cero grados Fahrenheit entre seis y nueve meses.
Un escenario apocalíptico que con los años se ha ido completando. En el libro Materia oscura y los dinosaurios, que formará parte del relato en los próximos capítulos, Lisa Randall, después de señalar que el impacto de un asteroide del tamaño calculado por Luis W. Álvarez, mayor que el monte Everest, que golpeara la Tierra a una velocidad que superaría en 500 veces la de una caravana móvil, produciría un efecto equivalente a mil millones de bombas como las que destruyeron Hiroshima y Nagasaki, añade:
Próximo al lugar del impacto -en un radio de unos mil kilómetros- rugirían vientos extremos, se alzarían olas gigantescas y enormes tsunamis se radiarían desde el lugar del impacto. Esta marea de ondas sería enormemente poderosa. Mareas aparecerían también en el extremo opuesto de la Tierra, provocando además el mayor terremoto que el planeta haya experimentado. Los vientos extremos levantarían una nube ardiente de polvo, ceniza, y vapor, que se llevaría el uno por ciento de la energía del impacto. El resto se emplearía en derretir, vaporizar y enviar ondas sísmicas en todo el planeta del orden de 10 de la escala de Ritcher. Billones de toneladas de material habrían sido despedidos del lugar del impacto y distribuidos por todas partes. Luego, cuando las partículas sólidas calientes descendieran a través de la atmósfera, se convertirían en una lluvia incandescente que haría elevar la temperatura del planeta y como consecuencia la proliferación de fuegos a nivel global. La Tierra literalmente se habría horneado. Los investigadores han calculado que más de la mitad de la biomasa terrestre quedó incinerada en los meses que siguieron al impacto.
Pero no solo esto. El agua, el aire y el suelo quedó envenenado.
A finales de los años 80, frente a la opinión mayoritaria de la comunidad científica que seguía pensando en una extinción gradual de los dinosaurios, la propuesta catastrofista de los Álvarez solo era compartida por muy pocos. Luis W. Álvarez y su hijo sabían que a su hipótesis le faltaba algo fundamental. Tenían un nuevo sospechoso -un asteroide o un cometa de 12 km de diámetro-, una explicación plausible de cómo se había producido la muerte; pero faltaba lo más importante: el arma del delito. Si había habido un impacto de esas características, ¿dónde se había producido y, sobre todo, dónde estaba la huella del impacto, un cráter que según sus propios cálculos debería superar los 200 km de diámetro? Por otra parte, podría haber sucedido en los casquetes polares, y en ese caso haber sido engullido por el hielo sin dejar rastro. Algo que también podría haber ocurrido por los movimientos de succión de las placas tectónicas si el impacto hubiera ocurrido en tierra firme o en el fondo oceánico.
Luis Walter Álvarez no vivió para comprobar su predicción. Falleció de cáncer en 1988. Dos años antes de su muerte, finalizaba el libro autobiográfico del que aquí hemos tomado las principales notas alertando a las dos grandes superpotencias nucleares de la época, la Unión Soviética y Estados Unidos, contra una guerra nuclear que tendría consecuencias similares a las que él había explicado sobre la extinción de los dinosaurios.
(Links a los dos primeros capítulos: https://www.ladiscreta.com/2022/07/06/la-muerte-de-los-dinosaurios-anos-del-cometa-y-los-ejercitos-de-las-sombras-2/