Luis Junco
Hace ya unos cuantos años, el catedrático de Latín del instituto de Las Palmas en que estudié de niño (debía yo tener doce o trece años) nos sorprendió a todos con esta sentencia: “Deberían ustedes saber, que en esta clase hay un descendiente del mismo emperador Julio César. Sería muy bueno que él mismo lo declarara públicamente. Pero si no es capaz, ustedes, sus compañeros, deberían averiguarlo. Les doy una semana de plazo”.
(Estábamos acostumbrados a las extravagancias de don Daniel, y también a su severidad y la inclemente tendencia a ponerte a caer de un burro ante una mala contestación.) Nos miramos unos a otros, pero ni ese día ni el resto de la semana el supuesto descendiente del emperador se manifestó. Sé que muchos preguntaron a sus padres y también yo, naturalmente, para recibir de mi padre una respuesta tintada con una toque de sorna: “Ese hombre les está tomando el pelo”.
Y llegó el límite del plazo fijado, el día que deberíamos dar la respuesta y que todos temíamos, especialmente yo, que, como “príncipe de la clase” en aquellos momentos, había sido elegido como representante. (Era esta otra invención de don Daniel, que consistía en colocarnos en fila india e ir avanzando o retrocediendo dependiendo de las buenas o malas contestaciones a sus preguntas en latín. El que estaba al principio de la fila era declarado por don Daniel con el título de “princeps”.)
Haciendo de tripas corazón, me levanté de mi pupitre esa mañana: “Lo sentimos, don Daniel. Hemos intentado averiguarlo, pero no hemos podido saber quién de nosotros es el descendiente del emperador Julio César”.
Bajó unos momentos la cabeza y permaneció en silencio, hasta que en su cara se dibujó una sonrisa que tenía el mismo toque de ironía que se había dibujado en la cara de mi padre. Después me miró con seriedad: “Muy bien. Sé que usted y algunos más de esta clase se han esforzado y eso siempre da frutos, aunque no sea en el momento”. Se levantó y, como acostumbraba, comenzó a andar de una lado al otro lado del estrado mientras se dirigía a todos: “Verán ustedes. Deben saber que todos, incluido yo mismo, somos parientes del emperador Julio César. Solo es una cuestión de matemáticas”. Y siguió con lo que nos pareció una intrincada explicación en la que se mezclaban padres, abuelos, bisabuelos, primos, generaciones, que ninguno de nosotros comprendió pero que “sonaba” muy bien. Seguro que tenía razón. Además, lo decía don Daniel.
Con el tiempo pude comprenderlo perfectamente y ahora, no sé ya cuántos años más tarde, me encuentro con un libro, Books do furnish a life, en que el biólogo Richard Dawkins lo explica estupendamente.
Pero antes de dar la respuesta, a quienes la lectura de estas líneas les haya aguijoneado un poco, les doy una semana de plazo para que intenten llegar a la respuesta. Solo es una cuestión de números.