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Por Juan Varela-Portas de Orduña

Creo que lo mejor de la extensa obra de Ursula K. Le Guin (1929-2018) –que abarca, además de la ciencia ficción que la ha hecho célebre, narrativa “realista”, ensayo y poesía– podríamos incluirlo dentro de un subgénero llamado “antropología ficción”. Cierto que en sus narraciones aparecen ansibles, viajes nafal (Nearly As Fast As Light), saltos espacio-temporales, exploraciones planetarias y otros elementos técnicos y científicos propios del género mayor, pero lo que más le interesa a la autora, a mi parecer, es el encuentro con pueblos y civilizaciones llevados a cabo por los “móviles” del Ecumen, muchos de ellos efvai (Etnólogos de Formas de Vida de Alta Inteligencia), y las descripciones que hacen de sus peculiares organizaciones socioeconómicas y culturales. Nos encontramos así con “sociedades” compuestas por personas que pueden ser simultáneamente hombres o mujeres (La mano izquierda  de la oscuridad, quizás su mejor novela, junto con Los desposeídos), o en las que por una extraña mutación genética solo nace una cantidad pequeñísima de varones (La cuestión de Seggri: la exploración de la cuestión de género siempre muy presente en la obra de Le Guin, como en los relatos Soledad o Las chicas salvajes), o que son homínidos con plumas pero solo unos pocos pueden alzar el vuelo, aun a riesgo de su vida (Los voladores de Gy), o que están reducidos a un perpetuo y gozoso silencio (El silencio de los asonu, otra de la preocupaciones constantes de Le Guin, muy propia de su tiempo, la cuestión del lenguaje humano, como en La regla de los nombres o Ella los desnombra, que son más bien relatos de fantasía) o que tienen una especial íntima relación con la naturaleza (El nombre del mundo es bosque, novela inspiradora, y algo más que inspiradora, de la taquillera película Avatar, pero también Soledad y otros relatos que exploran la cuestión ecologista, otro de los temas constantes en la autora). Por supuesto, se trata en todos los casos de alegorías, es decir, de fábulas o ficciones que en el fondo indagan – como apuntábamos– en algunos aspectos fundamentales de la naturaleza humana, o, para ser más exactos, que tratan de ensanchar o profundizar la noción tradicional “moderna” de “naturaleza humana”, cuyo carácter de noción histórica e ideológica –y no de “verdad” de base– creo que no se pone en cuestión. Esto es: de modos de usar la imaginación como instrumento de conocimiento, para impulsar el cuestionamiento y la reflexión (1). En muchos casos, quizás las mejores, o al menos las que a mí más me gustan, son sin duda alegorías políticas –como esa maravillosa utopía anarquista que es Los desposeídos, quizás la última gran utopía que se haya escrito–, que ponen de relieve la explotación de fondo que sostiene toda comunidad humana.

Leí Quienes se marchan de Ómelas –así, esdrújula, como quiere la autora–, un estremecedor relato-descripción de antropología-ficción de 1973, en la deliciosa terraza de la casa del mar de Funtana Meiga (Oristano, Cerdeña), escuchando las risas y conversaciones alegres y despreocupadas de nuestros simpáticos vecinos (daba gusto de verdad oírlas), mientras Matyla (Fatie) Dosso y su hija de seis años Marie agonizaban de sed en el desierto de Túnez como consecuencia del criminal tratado de la Unión Europea con este país para impedir el paso de migrantes. No quiero destripar el contenido de la breve narración (eso que los cursis llaman hacer spoiler), pero es justamente de Fatie y Marie de lo que trata: impresiona la clarividencia de su análisis alegórico que pone de manifiesto el agujero negro, el aterrador abismo ontológico alrededor del cual se construye nuestra sociedad, eso que Zizeck llama lo Real simbólico: los cuerpos vulnerados, deshidratados, de Fatie y Marie tirados sobre las dunas (cual niño torturado) son el requisito sine qua non de la felicidad de nuestros vecinos, de que yo pueda estar tan ricamente leyendo a Le Guin en la terraza. Levanto la vista del libro, siento la fresca y relajante brisa marítima en la cara, pienso en el niño y en la niña y su madre, me estremezco fugazmente: sé amargamente que nunca podré ser uno de los que se marchan de Ómelas. Sigo leyendo.

(1)Probablemente ya esté estudiado, pero si no lo está sería muy interesante analizar cómo funcionan semióticamente estas alegorías, y compararlas con las medievales, y específicamente con la dantesca, que ya no es totalmente medieval. En todo caso, creo que debemos hablar de alegoría –y no de simbolismo– porque se trata de una remisión racional, rigurosa y construida como tal voluntariamente (es decir, dentro de la intentio auctoris).

1 Comment

  1. Carlos Manuel Sanche dice:

    Brillante y sugerente análisis.

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