LOLA, FILLA DE CANGAS
19 agosto, 2023
Jon Fosse, Premio Nobel de Literatura 2023
5 octubre, 2023
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Por Eduardo Sanz Iglesias

Hoy es 28 de agosto, día de San Agustín.

La orden de San Agustín se encuentra presente en más de cincuenta países y está estructurada en padres agustinos, monjas de clausura y laicos consagrados.

Monasterio de Santa María de la Vid

Uno de los monasterios de Padres Agustinos es el Monasterio de Santa María de La Vid, fundado en el siglo XII y una joya arquitectónica dentro de la Ribera del Duero. Se encuentra rodeado de hermosos y viejos viñedos que dibujan el curso del río Duero y que acentúan la necesidad de ser visitado.

En el pasado siglo las revistas semanales llegaban de madrugada a los kioskos y se vendían durante los domingos. Por eso las llamaban también dominicales. Era muy curioso ver a la familia Valtierra y Díaz de Irujo al completo, con sus 10 retoños y tres cuidadoras, salir de la Colegiata de San Pedro de misa Mayor, cuando de repente el padre se desviaba unos metros al kiosko de la calle Santo Domingo. Allí Luisito ya le tenía preparado el paquete. El Alcázar arriba, El Caso después, en medio El Lecturas para su señora y, escondido en el Marca, el Interviú, que llevaba en las páginas centrales de esa tirada los pechos de Ángela Molina, musa del cine español de la época e hija del inolvidable Antonio Molina.

Los de pueblo nunca tuvimos Colegiata, ni calle Santo Domingo con kiosko, y nuestro Luisito era don Prudencio. Nunca llegué a saber por qué el dueño de la mercería era el único que, junto al maestro, cura, médico, alcalde y cabo de la guardia civil, recibía ese tratamiento. 

Don Prudencio fue el primer emprendedor que yo conocí. Bueno, el segundo; el primero fue su padre, que tuvo negocios de vino con el fundador de la empresa familiar Pascual, ahora famosa pos sus leches y zumos. Pero a aquél apenas le recuerdo. A quien recuerdo bien es a don Prudencio. Fue mi primer alumno de cálculo mental y reglas nemotécnicas. Yo tenía siete años y él pasaba de largo de los cuarenta. 

Don Prudencio recibía las revistas dominicales los viernes de la semana siguiente. El sábado por la tarde- pues por la mañana teníamos clase- las leíamos, hacíamos resúmenes y yo le explicaba las cuatro cosas que tenía que decir de cada una. Además, como la tienda iba creciendo en género, había que actualizar los márgenes de beneficio para vender de forma más competitiva, debido a que los habitantes de los pueblos de alrededor ya se podían desplazar fácilmente Y es que, de repente, las carreteras de la zona se llenaron de Seiscientos, Renautls, Simcas e incluso algún Mercedes. 

En esos días aprovechábamos para potenciar nuestros conocimientos matemáticos; y era cuando yo le explicaba algo de proporcionalidad, reglas de tres, tantos por ciento y las gráficas proyectivas que estábamos dando esos días en clase de don Máximo.

Lo que queda del negocio de don Prudencio

El negocio de don Prudencio iba creciendo y yo recibía suculentas comisiones en forma de generosas propinas, el primer dinero negro que he conocido. O el segundo. El primero fue el reparto del cepillo para los monaguillos. Pero mientras en éste sí sisé porque el cura era un tacaño y cruel, a don Prudencio jamás se me pasó por la cabeza. También vendía algo de ultramarinos y cuando me apetecía chocolate, él, al leer mis ojos, sabía antes que yo de mi capricho y me dejaba una tableta en el hueco del bolsillo de la zamarra.  

-Me lo está malcriando, don Prudencio, se le quejaba mi padre. 

-Son actos de justicia, Ángel. Además, a través de él, cada vez le conozco más a usted y créame que no hay día que no envidie su suerte. Es usted una maravillosa persona. Es una pena que nuestro pasado y este pueblo de chismosos evite que seamos amigos. 

-Una pena, sí, le decía mi padre, a la vez que se alejaba con el azadón al hombro derecho y las alforjas en el izquierdo camino de la viña de la La Vid. 

En el frío invierno tocaba esa tarea manual tan dura para que las viñas viejas tuvieran una tierra más porosa y que sus débiles raíces absorbieran el máximo de nutrientes.

 Mi tía, la soltera, fue la primera empresaria turística que conocí.

Tenía una casa del siglo XVII,  heredada de mi abuelo, con escudos, heraldos y blasones en sus cuatro fachadas. Era la única casa del pueblo que daba a tres calles y a la plaza Mayor. Por allí pasaron cuadrillas de manchegos que limpiaban las cubas de las bodegas durante la primavera para que estuvieran bien dispuestas a la vendimia, en septiembre. Mes reservado para los vendimiadores murcianos que, terminada la cosecha en su provincia, emigraban para el norte ofreciendo lo único que sabían hacer. Los veranos eran de los músicos y de una familia francesa que pasaba allí dos meses seguidos. Así que yo de pequeño he limpiado trompetas, afinado clarinetes, abrillantado saxofones, envolviendo acordeones y pasando el polvo a las baterías, me refiero a caja, bombo, platillos y demás. Entonces las únicas mujeres que actuaban pertenecían a la parte coral y pernoctaban en la ciudad.

Casa blasonada siglo XVII

El invierno lo tenían reservado los obreros de la Ferrovial que entonces estaban adecentando y electrificando la linea Madrid-Irún para que un año después se inaugurara el primer viaje directo Madrid-Burgos que fuimos a ver todos a la vía: boquiabiertos unos, espantados todos y maravillados los menos. El Talgo III recorrió los 282 km en 2 horas y tres cuartos (menos que en la actualidad) alcanzando una media de 102,6 km/h.

Y la primavera era muy regulera. Fallaba mucha gente. Por problemas de trabajo, personales, climáticos… y más de uno, arrepentido de haber abierto la boca tan pronto al renovar para el año siguiente. Pues, si bien la pensión no era cara para los servicios que ofrecía, tampoco era accesible para todo el mundo. Hablando de servicios, esta pensión fue la primera casa del pueblo con cuartos de baño y con agua corriente.

El verano del 73, hace medio siglo ya, fue mi último verano libre. Eran las fiestas mayores y yo llevaba dos años tonteando con Cécile, la hija pequeña de los franceses. Me levanté muy temprano y fui a recoger las flores más bonitas que me encontré: hibisco, rosas silvestres, caléndulas e incluso conseguí una boca de dragón. Las envolví y entreveré con romero, té y brezo. Sigilosamente entré en su cuarto y las puse junto a sus zapatillas de noche. En el pueblo no usábamos esas francesadas.

Ese día triunfé. Logré robarle, sí, robarle porque era muy pretendida y yo nunca aspiré a ser un Alain Delon, dos bailes agarrados y cuatro sueltos antes de cenar. Al día siguiente tocaba asaltar huertas dado el éxito del ramo de flores, y le puse de buena mañana en el mismo sitio nectarinas, peras, uvas y manzanas. Llegué a cenar a casa con algo parecido a un roce de sus labios en los míos. Queriendo llegar a más esa noche, le escribí un poema y se lo puse al amanecer siguiente entre los dedos mientras dormía. Era el último día de fiesta. Domingo. La verbena de la velada, la de después de cenar, era mucho más breve que las anteriores ya que los músicos recogían y esa misma noche emprendían viaje para la ciudad de cada uno o para otro pueblo en fiestas. 

Nos pusimos tozudos y convencimos a nuestros padres para que nos dejaran salir y disfrutar de los últimos estertores de aquel maravilloso aquelarre. Siempre vigilados por nuestros padres, no pude avanzar en mis progresos de amoríos que me venían guiados a través de ella, una hija predilecta de la patria de la Libertad, Igualdad y Fraternidad. Mucha fraternidad, excesiva, debía de pensar mi padre. Así que cansados de soñar de pie nos fuimos a nuestros respectivos cuartos a soñar con los ojos cerrados y en silencio.

Era normal que en la planta baja de la pensión, al ser una casa en el centro del pueblo, y siempre abierta, muchos hombres y alguna mujer se colaran hasta el corral para mear, y, lo que resultaba más desagradable, a cagar. Y más en las fiestas, con la cantidad de litros de alcohol que se ingerían. Mi tía no parecía darle importancia a esa osadía.

A la mañana siguiente, acabado el chunda chunda, mi tía, al bajar al corral a por tres huevos recién puestos, se encontró a un señor ahorcado. Subió apresurada a la cocina y bajó un enorme cuchillo de 35 centímetros de hoja y una banqueta que tenía en un descansillo del primer tramo de escaleras.

Mi tía era bajita y enjuta mientras que el ahorcado pasaría de los cien kilos. Se trataba de cortar la soga para liberar la garganta lo más rápidamente posible, pero no había manera de que mi tía pudiera subir al suicida agarrándole de sus rodillas. Además se empezaba a resbalar pues el orín del agónico suicida iba empapando los pantalones desde la pernera hasta los pies.

Mi tía acudió a casa de mis padres en busca de ayuda. En ese momento solo estaba yo, pues mis padres me habían prometido que ese día no trabajaría por la mañana. Mientras, ellos andaban con tareas de vielda de trigo y centeno, los cereales más tardíos. Eran pocas las familias que disponían de cosechadora y escaseaban también las trilladoras.

Yo estaba durmiendo en el desván de mi casa, no tan grande como la de mi tía pero sí con blasones y algún escudo. El palomar, convertido en desván y buhardilla, era mi refugio de juegos, pensamientos aventuras y torturas. Igual torturaba a palomas, pichones, e incluso ratones.

También torturaba a amigas que colaba sin que mis padres se dieran cuenta. Eran torturas inocentes. Las ataba a una viga de todas las que había y como mucho les tapaba la boca con sus bragas.

Pero ese día no era día de tortura. Era día de ensimismamiento y lectura.

Al empezar el segundo capítulo de Moby Dick oí un grito entre desgarrador y agónico llamándome desde lo que suponía era el portal por lo atenuado que se oía.

Bajé saltando las escaleras de cuatro en cuatro y hasta de cinco. En el último tramo casi me voy por una ventana que comunicaba escalera y portal.

Al abrir la puerta veo a mi tía con la cara pálida pidiéndome auxilio con lagrimones que le llegaban a los pies. Me llevó a su corral y lo que vi me dejó completamente paralizado. La lengua de un ahorcado saliendo abruptamente de su boca y mi tía trepando por sus hombros con el fin de cortar la soga que pasaba doble por la viga de madera. Viga que iba del machón que bajaba hasta donde ponían las gallinas hacia el dintel de la puerta que daba al recibidor de la pensión.

Pero mi perturbación se convirtió en angustia asfixiante cuando descubrí que el finado inminente era don Prudencio. Muy imprudente eso que hiciste, don Prudencio.

Mi tía necesitaba que la empujara hacia arriba, pero yo, en la posición que estaba, tan solo llegaba a las rodillas. Era la primera vez que me fijaba en lo bonitas que tenía las rodillas. Incluso se adivinaban unas enaguas de encaje que trataban de tapar la blancura de sus muslos. 

Qué fascinante es el cruce de miradas de dos personas cuando se cambian las referencias. Ahora mi tía aunque estaba más alta parecía más pequeña. Y yo, que era el niño bueno de la familia, parecía el ser más perverso del universo. Incluso para demostrárselo le levanté la enagua. El muerto no importaba. Ya estaba muerto cuando entré en el corral. Sin embargo mi tía estaba muy viva, sobre todo desde esa altura y con los jadeos y sudores del esfuerzo.

Hoy la tortura no sería en mi desván…

Pero los acontecimientos cambiaron de forma fortuita y desgraciada en breves segundos. Unos gritos en francés bajando las escaleras y llamándome con reclamos tipo “mon chéri”, “que se passe?”…”Je t áime” hicieron que el que perdiera el equilibrio fuera yo y me abalanzara sobre Cécile con una trayectoria tan letal que hizo que al tropezarse para esquivarme su tierna cabeza diera con el filo de una azadilla de escardar que se utilizaba para tapar la caca de los intrusos. Mi pobre Cécile se desangró a los pocos minutos y a mí me tocó consolar a la única persona viva que quedaba en esa estancia.

A las pocas horas y denunciado por los padres franceses llegó el cabo de la Guardia Civil y fui arrestado y llevado en furgón hasta los calabozos de la ciudad. Mis padres fueron informados después, cuando ya estaba aterrorizado e incomunicado en una celda fría y oscura.

Reformatorio Olaz-Chipi

A la siguiente semana fui trasladado al reformatorio Olaz-Chipi de Pamplona, a 300 km de mi hogar, a 300 km de mi infancia, a 300.000 km de mi vida… La Chipi era concebida como una feroz cárcel para menores, un hombre del saco para amenazar a los niños gamberretes que gustaban de saltarse las caprichosas y aleatorias normas de entonces.

De allí salí a los 18 años y acogiéndome  a la ley de amnistía no pisé ninguna cárcel. Jamás recibí una visita. Los que querían no podían y los que podían se avergonzaban de mí. Aproveché el tiempo en mis estudios, mis sueños, la lectura y la escritura y me presenté a las pruebas de Acceso a la Universidad de Valladolid. Las superé con unas excelentes notas e ingresé en la Facultad de Ciencias.

Pero mi alma sigue vagando y penando por esos 300.000 km de vida que me robaron; y se acuerda del absenta y el chocolate de don Prudencio y todos esos besos que nunca pude dar a Cécile.

Ahora, que me lleváis al camposanto de este Monasterio de Santa María de La Vid para reunirme con mis cinco ángeles favoritos -mis padres, mi tía, don Prudencio y mi francesita-, os digo a los de ahí fuera que os recordaré siempre y os querré más. Cuidaros mucho y brindad con un buen Ribera del Duero todos los 28 de agosto a mi salud.  

11 Comments

  1. NHG dice:

    Qué placer leer tu cuento. De alguna manera me ha transportado a mi infancia y me ha hecho que la despedida de las vacaciones sea más llevadera. Gracias, Edu

  2. Mila dice:

    Es un buen cuento, Eduardo.

    La vida de los pueblos marcan, de alguna forma, a los que hemos tenido la suerte de crecer en ellos.

    Enhorabuena!

    Un abrazo

  3. Nana dice:

    En los cuentos tuyos que he leído, siempre hay un niño creciendo en un ambiente rural que inspira ternura y que te hace empatizar con el personaje. Esos niños tienen ansia de prosperar en la vida, de crecer con experiencias y como lectora deseo que lo consiga. La lectura atrapa además porque no falta el humor. Parecen estar bien documentados. Paso un buen rato leyéndolos.

    • Eduardo dice:

      Una buena interpretación del relato: esas ganas de lucha y de prosperar del protagonista desde la inocencia que aporta la niñez. Muchas gracias

    • Cris dice:

      Buen relato Edu, bonitos recuerdos de infancia que vuelven a terminar en tragedia pero cargado de sentido del humor.

      • Eduardo dice:

        Espero que los finales trágicos no se conviertan en una manía del narrador (jefe.. ) . Muchas gracias por tu comentario. Un beso

      • Bego dice:

        No puedo dejar de escribirte, llenar el hueco que la suma de tus letras me ha dejado. Siempre me parece poco y echo de menos más, más historia de bailes, de tu tía, de tu infancia y tus amores, de finales trágicos y de pueblos castellanos. Tienes magia escribiendo, atrévete con una novela por favor.

  4. Rebecca De Pedro dice:

    Que historia tan sigular y tan bien escrita. Me ha tenido intrigada hasta el final. Gracias.

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