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Por Luis Junco

En la actualidad, se conoce como influencer a una persona cuyas opiniones sobre temas concretos, modas o hábitos de consumo son seguidos por muchas otras personas. 

Por curiosidad, busqué los mayores influencers del mundo. Esta es una pequeña lista, con el asunto y el número de seguidores correspondiente: los jugadores de fútbol Leo Messi y Cristiano Ronaldo, con unos 500 millones de seguidores; los Kardashian, relacionados con el mundo televisivo, asuntos sentimentales y de pareja, con más de 400 millones; la actriz y bailarina Charli D´Amelio, moda y baile, 300 millones de seguidores; Elon Musk, redes sociales y opiniones, 150 millones; Donald Trump, político y empresario, 100 millones de seguidores… Unos datos y asuntos -basta acudir a cualquiera de ellos para ver la naturaleza de los mensajes, modos o modas objeto de la influencia- que llevan a preguntarnos, no sin cierto pasmo y confusión, por las causas de tal masivo seguimiento. 

“Es de locos” o “¿Pero a dónde va este mundo actual?”, pueden ser algunas de las respuestas de personas cercanas a las que comentemos estos números y motivos. Una actitud esta de manifestar nuestro desconcierto con expresiones similares a las citadas mientras nos echarnos las manos a la cabeza muy comprensible, desde luego; pero también podemos preguntarnos por las causas racionales de estas conductas por muy irracionales que nos parezcan. Y al margen de que alguien pueda apuntar alguna otra, a mí me parece que las que se señalan en este libro de Susan Blackmore, La máquina de los memes (2010)van en la buena dirección. 

En el libro, esta psicóloga y profesora de la universidad de Bristol hace un repaso a la evolución del tamaño del cerebro humano: desde Lucy, australophitecus de hace más de cuatro millones de años, con una capacidad craneal de 500 cc; pasando por los primeros homo habilis, hace dos millones de años y con una capacidad craneal de 900 cc; hasta los homo sapiens, de hace tan solo 100 mil años, en los que la capacidad craneal se elevaría al promedio de la especie humana actual con unos 1350 cc. ¿Cuál fue la presión evolutiva selectiva que llevó a este dramático y desproporcionado crecimiento de un cerebro que consume más del veinte por ciento de la energía de todo el cuerpo y que compromete la supervivencia del propio organismo en el nacimiento a través de una pelvis pequeña en comparación con el tamaño cerebral del recién nacido?

Susan Blackmore no tiene dudas: la capacidad de imitación, que ya aparece en los primeros homo habilis y que otorga a los mejores imitadores de la especie una ventaja en la fabricación de herramientas. Un salto que se acelera con la “imitación a los mejores imitadores” y la aparición del lenguaje, que se inscribe en los genes. (En este sentido, se señala que los simios pueden aprender algunas palabras y elaborar señales, pero son incapaces de absorber el lenguaje como un niño, porque no lo tienen en sus genes.) La imitación, en señales, modos y palabras es lo que se conoce como meme. El nacimiento de un segundo replicador, después de los genes. 

Los genes no podrían haber previsto el efecto de crear un segundo replicador y tampoco podían volver atrás. Ahora eran ellos (los genes) los que eran guiados por los memes (…)

La creación del lenguaje se debió a los memes. El lenguaje humano otorgó una ventaja selectiva para los memes, no para los genes. Los memes, por tanto, cambiaron el entorno en el cual los genes eran seleccionados, y los forzaron a crear aparatos cada más sofisticados para esparcir los memes. En otras palabras, la función del lenguaje es esparcir memes. Este fue el origen del dramático incremento del cerebro. Esta teoría predice no solo el incremento del tamaño del cerebro, sino un cerebro especialmente diseñado con la virtud de esparcir mejor los memes más capaces. 

Desde ese momento, pues, es la evolución memética, mucho más rápida que la genética, la que se hace cargo y responsable de la acelerada evolución cultural de la especie. 

Y algo inquietante que subyace en todo esto. Si la teoría de la evolución memética es cierta, pensar que nuestras ideas son nuestra creación y están a nuestro servicio sería un error. Las ideas, palabras, modos, modas tendrían como única finalidad el ser imitados, copiados, reproducirse como lo hacen los virus o las bacterias en el organismo; sobrepasarían con creces a los cerebros existentes y competerían por colonizarlos. (¿Por qué la especie humana habla tanto?, se dice en un momento de este libro). Muchos de estos memes serían beneficiosos y ayudarían a nuestra supervivencia; pero otros serían terriblemente perjudiciales. 

En La máquina de los memes de Susan Blackmore hay muchas más cosas sobre la evolución cultural de nuestra especie que en una simple reseña de su blog no pueden abordarse. Muchas de sus ideas pueden ser controvertidas y para algunas personas llegar a ser escandalosas, pero su capacidad explicativa para algunos comportamientos como los señalados al inicio de esta entrada a mí me parece incuestionable, y por eso aconsejo su lectura. 

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