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Los últimos años de la vida de Publio Ovidio Nasón

Por Luis Junco

En el año 8 d.C. el emperador Octavio Augusto decreta el destierro de Publio Ovidio Nasón a tierras de bárbaros. Las causas siguen siendo oscuras –carmen et error, escribía el poeta-, pero lo cierto es que Ovidio (que en aquellos momentos tenía 51 años) nunca volvería a pisar Roma. Este libro de elegías al que hoy hago referencia comenzó a ser escrito en aquel viaje al exilio y fue concluido durante el destierro, que habría de durar más de ocho años. 

Así empieza Las tristes de Publio Ovidio Nasón:

Pequeño libro, irás, sin que te lo prohiba ni te acompañe, a Roma, donde, ¡ay de mí!, no puede penetrar tu autor. Parte sin ornato, como conviene al hijo de un desterrado, y viste en tu infelicidad el traje que te imponen los tiempos. Que el jacinto no te hermosee con su tinte de púrpura: tal color es impropio de los duelos; que tu título no se trace con bermellón, ni el aceite de cedro brille en tus hojas, ni los extremos de marfil se destaquen de la negra página. Luzcan estos primores en los libros venturosos; tú debes recordar mi adversa fortuna. Que la frágil piedra pómez no pula tu doble frente, para que aparezcas erizado con los pelos dispersos. No te avergüences de los borrones; el que los vea, notará que los han producido mis lágrimas. Marcha, libro mío; saluda de mi parte aquellos gratos lugares, y al menos los visitaré del único modo que se me permite.

Y así, al final del primer conjunto de elegías, nos explica cómo empezó el libro y en qué condiciones:

Todas las epístolas del libro que acabas de leer han sido compuestas durante mi penosa navegación. Las aguas del Adriático viéronme escribir, la una estremecido por los fríos de diciembre, la otra se compuso después de haber cruzado el istmo que divide dos mares, en el momento de tomar la segunda nave que había de conducirme al destierro. Imagino que las Cícladas del Egeo se llenaron de estupor viéndome componer poesías entre las fieras amenazas del mar embravecido. Yo mismo me asombro ahora de que no se abatiese mi ingenio en medio de tantas turbaciones del ánimo y las olas. Ya se dé a esta manía el nombre de estolidez o de locura, gracias a ella mi espíritu se sintió libre de toda inquietud. Con frecuencia era el juguete de las nubes tormentosas que aglomeraban las Cabrillas; con frecuencia el piélago rugía amenazador por el influjo de Estérope; ya el guardián de la osa de Erimanto enlutaba el día, ya el Austro, al ocultarse las Híadas, amontonaba las nubes. A veces una ola invadía mi barco, y, no obstante, mi mano temblorosa seguía trazando versos buenos o malos.

(…)

Aunque el mar se subleve alborotado por las borrascas del invierno, mi alma se halla más alterada que sus olas; por esta razón debes ser indulgente, lector benévolo, con mis poemas, si los encuentras, cual son, inferiores a lo que esperabas. No los escribo como en otros días en mis jardines, ni mi cuerpo reposa sobre el blando lecho en que solía tenderse. Véome acometido por el abismo indomable en un día cubierto de nubarrones, y las tablillas en que escribo se mojan con las cerúleas aguas. La tempestad lucha encarnizada y se indigna contra mí porque me atrevo a componer, despreciando sus pavorosas amenazas. Venza la tempestad al hombre; mas al mismo tiempo que pongo fin a mis versos, ponga ella también término a sus furores.

Nunca pudo volver a “aquellos gratos lugares” de Roma, porque allí, en Tomis -actual Constanza (Rumanía)-, tierra de bárbaros en donde había pasado sus últimos ocho años de vida, falleció Ovidio a la edad de sesenta años.

Acompañémosle ahora, después de más de dos mil años, en su último viaje al más allá, en otro libro, un precioso pasaje de El ojo castaño de nuestro amor, del rumano Mircea Catarescu:

Entre los habitantes de Tomis, soy yo ahora el bárbaro», escribió en sus primeros meses de exilio, cuando en la ciudad se reían de su toga, que no le protegía de los vientos ni de la lluvia, de sus balbuceos en unas lenguas que no había conseguido aprender aún. Luego utilizó la toga como trapo, en cuanto a la lengua latina… Las últimas epístolas a sus amigos —él mismo lo reconocía con amargura— estaban llenas de palabras getas y sármatas, de frases desordenadas como olas espumeantes. 

Cuando murió, el mar se congeló atrapando en el cristal peces vivos y destrozadas carenas de barcos. El aquilón arrastraba por su rostro desierto medias lunas de nieve, desperdigándolas y reuniéndolas sin cesar. Los bárbaros de Tomis se adentraron de noche por el hielo espeso y, en el borde, cortaron con los escoplos un bloque macizo. Una vez en la orilla, excavaron en él un sarcófago para el poeta que los dioses les habían regalado, pues que (en Roma) habían acabado con Ovidiu por un poema y un error, ellos habían erigido en medio de su ciudad una estatua viva, la de Publius Ovidius Naso, el poeta más grande de la época. ¡Qué honor para una ciudad en el fin del mundo!

Era un sarcófago de hielo cristalino y transparente. Sus paredes tenían un palmo de grosor. Fatigados, los bárbaros se limpiaban la nariz con la manga y exhalaban vaho. En uno de sus lados grabaron en el hielo letras latinas, incomprensibles, como una cifra mágica. Eran las que el propio poeta había dejado en un pergamino grasiento:

Hic ego qui iaceo tenerorum lusor amorum

Ingenio peri, Naso poeta, meo.

At tibi qui transis, ne sit grave, quisquis amasti,

Dicere: Nasonis molliter ossa cubent.

Lo encerraron en el ataúd de cristal y lo sellaron con una tapa maciza, también de hielo. En el cristal seguía aún incrustado un dedo de Absyrtus, el hermano pequeño de Medea, amputado tiempo atrás en el sangriento Argos. Colocaron el sarcófago en el interior de una barca profunda, sobre el borde de hielo que atenazaba la orilla, y la empujaron mar adentro. La barca flotó entre remolinos de niebla, entre bloques de hielo que giraban lentamente en las aguas heladas, hasta que se perdió de vista. Los bárbaros la siguieron, antorcha en mano, hasta que el hielo empezó a crujir bajo sus gigantescas abarcas. De sus ojos manaba el agua salada del mar, que formaba carámbanos en sus mejillas.

Tendido en su bloque de hielo, acunado por las aguas, Ovidiu vagó siglos enteros por el camino de los pulpos y los narvales, entre la bruma del Pontus Axeinos, el más despiadado de los mares.

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