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¿Qué ocurrirá al entrar? ¿Qué podremos ver? ¿Qué sucede realmente con el tiempo? ¿Nos hacemos eternos? ¿Habrá un momento en que, como Dante con Virgilio, tengamos que abandonar a Albert Einstein y su teoría relativista? ¿Quién y qué debería guiarnos a partir de ese momento? ¿Habrá un Paraíso?
Estas eran las preguntas que dejamos pendientes en la entrada anterior. Y sin querer destripar todos los detalles y descubrimientos que sabiamente Carlo Rovelli va desenvolviendo en su libro, haré un breve resumen como respuesta a algunas de ellas.
Por ejemplo, a la primera: ¿qué sucede al entrar a un agujero negro?
Pues cabe señalar que de igual forma que cuando viajando en la superficie de nuestro planeta una persona que cruza la línea del Ecuador no siente ni ve nada fuera de lo normal, lo mismo sucedería con la que cruzara el umbral de un agujero negro. Con una diferencia: si intentara volver atrás ya no podría. La puerta se ha cerrado, no le queda otra que seguir adelante.
Pero entonces, ¿por qué decíamos en un párrafo de la anterior reseña que esa persona quedaría como congelada en el tiempo en el mismo umbral, sin llegar a entrar?
Porque es lo que ve su compañero, que queda fuera. Porque el transcurrir del tiempo, el ritmo al que se producen los procesos físicos, depende del lugar del universo en el que nos encontremos. Y solo se pone de manifiesto cuando se comparan y enfrentan dos lugares con efectos gravitatorios diferentes. Es una de las cosas que resultan más difíciles de aceptar de la teoría de la relatividad, porque contradice el sentido común.

Para tratar de aclararlo un poco más, imaginemos que esa persona que ha decidido cruzar el umbral, cambia de opinión en el último momento y decide volver sobre sus pasos. Aún está a tiempo, puede hacerlo. Recorre el trayecto de vuelta en un tiempo para ella normal. Pero cuando llega de nuevo al compañero que le espera fuera, al abrazarlo se da cuenta que está abrazando a un anciano. Mientras que para la persona arrepentida que vuelve del umbral del agujero negro han pasado unos minutos, para su compañero, que se ha mantenido alejado de esa puerta de entrada al infierno, han pasado muchos años.
Pero recuperemos aquella primera intención y la persona cruza el umbral. El compañero, desde fuera, lo ve paralizado, congelado en el tiempo en la misma puerta; pero esa persona realmente cruza el umbral y para ella nada parece cambiar, todo sigue igual, incluso el paso de su tiempo. Ya está dentro, en el secreto de las cosas. Y al avanzar se encuentra cada vez con espacios más angostos, en esferas más reducidas, una geometría similar a la que se encontró Dante bajando al Inferno, hasta el mundo ciego:
Quell’è ’l più basso loco e ’l più oscuro,
e ’l più lontan dal ciel che tutto gira:
ben so ’l cammin; però ti fa sicuro.
Y aquí es donde se acaba todo, lo que los físicos llaman “la singularidad”. Las ecuaciones de la relatividad que nos habían traído hasta aquí ya no funcionan. Y al igual que Dante tiene que dejar la guía de Virgilio, en este punto Carlo Rovelli tiene que abandonar las ecuaciones de la relatividad de Einstein, que en estas circunstancias ya no sirven.
¿Quién y qué debería guiarnos a partir de ese momento? ¿Qué actitud deberíamos tener si queremos ver el Paraíso?

Pues la misma que a Dante le enseña Beatriz, su amor eterno, para aprender nuevas cosas: provando e riprovando. Haciendo conjeturas en este dominio en el que los efectos cuánticos prevalecen sobre la gravedad en el tejido del espacio y el tiempo. El nuevo guía será la conocida como teoría de gravedad cuántica de bucles, que Carlo Rovelli y Hal Haggard aplican al espacio-tiempo granulado al que le han llevado las ecuaciones de Einstein. Con ellas hallan algo sorprendente. En el momento en que la estructura del espacio y del tiempo se disuelve, se produce una especie de rebote (lo que en la mecánica cuántica se denomina “efecto túnel”, que viola los principios clásicos y se saltan barreras para aquellos imposibles) y la transición de una configuración del espacio-tiempo a otra muy diferente. Empieza a desarrollarse y aumentar de volumen hacia la boca que antes había sido la del agujero negro. Con una sola diferencia, la puerta que antes impedía salir, ahora no deja entrar: un agujero blanco. Afuera, il Paradiso, de nuevo el universo luminoso. También con otra variación, que podemos comparar con los tiempos de la obra y del propio Dante Alighieri. En su viaje alegórico del Infierno al Paraíso, Dante emplea una semana (la de la Semana Santa del año 1300). Y el Dante de carne y hueso empleó quince años de su vida en escribirlo. Quien entrara en un agujero negro tardaría unos segundos, como mucho unos minutos, en bajar hasta “la singularidad” y emerger por la misma puerta transformada ahora en agujero blanco. Sin embargo, el universo al que se asomara sería millones, si no miles de millones de años más viejo que el que dejó al entrar.
De la misma manera que después de su viaje imaginario Dante no pudo regresar a su ciudad natal, el imaginario viajante a un agujero negro nunca podrá volver al universo del que procedía.