Por Luis Junco
Cada primeros de año –por costumbre absurda, ya lo sé– hago una limpieza general de conciencia y de adminículos que ya forman parte de mí, como el ordenador. Y en este último menester di con una carpeta de archivos que dice “Adolfo”, y que me lleva a recordar con nostalgia y placer a una persona irrepetible. En este año se cumplirán ocho años desde que falleciera Adolfo M. Martínez (y también veinticinco desde la fundación de La Discreta, de la que él fue parte esencial). Su ordenador personal era una especie de agujero negro, en el que, traspasado el llamado horizonte de sucesos, podías encontrarte con cualquier cosa por increíble que fuera. Un año antes de su fallecimiento, desde aquella singularidad espacio–temporal que componían su portátil y el entorno del Starbucks de la calle Princesa en donde nos veíamos, me traspasó a través de un pendrive esta carpeta, uno de cuyos archivos tuvo la virtud de infectar con un malware el disco duro de mi propio ordenador. A pesar de lo cual nunca borré la carpeta y con el tiempo me dediqué a expurgar lo que allí hubiera. Porque también había de todo. Desde títulos para relatos, como Sitios donde es peligroso meter el dedo; Notas e imágenes, como Glorioso: errol flynn tocando el piano con el pene tieso. No viene en su autobiografía; extensos párrafos de algunas de sus novelas… Y algunos textos que querían ser un cuento (o ya lo eran), pero que en su impericia con el procesador de textos estaban tan descabalados –desorden en los párrafos, palabras incomprensibles–, que resultaba muy difícil “armarlos”. Hoy, como homenaje y sentido recuerdo a este discreto y sabio amigo, quise recomponer, todo lo bien que he podido, este pequeño escrito suyo, así recuperado.
(Algunas de las cosas que ahí se escriben, yo ya las conocía: bien por escucharlas de viva voz del propio Adolfo, o porque las incorporara a algunas de sus publicaciones).
CÓMO ESCRIBIR UNA NOVELA
Por Adolfo M. Martínez
Lo primero es decidir hacerse novelista. En esto cada cual tiene una motivación. O no la tiene. Así, Borges dice que él no escribe novelas porque no es lector de novelas.
En mi caso creo que la cosa fue más o menos así. Yo tenía una nave en un pueblo del secarral manchego, Villadaro. Era amplia y bien ventilada. Se la alquilé a un pariente para que pusiese un cultivo de setas. Pleurotus ostreatus. Setas de alpaca que dicen por aquí. Supongo que esta palabra es una confusión del término packed, empaquetado, toda vez que los fardos de paja, paquetes, se realizan con una máquina llamada empacadora; a veces, cuando las alpacas se mojan por la lluvia poducen setas. En mi casa tengo una pequeña colección de máquinas agrícolas antiguas a modo de museo: unos amarres para sujetar ovejas durante el ordeño, un tractor Fordson Major, un Barreiros, un Steiger enorme de ocho ruedas gemelas y 250 caballos, dos cosechadoras Claas Cónsul. Estos cacharros me han producido las mayores satisfacciones de mi vida. Me dicen que los venda como chatarra pero no me da la gana. Ah, y una empacadora de mano muy antigua en la que se echaba la paja con una horca, se prensaba subiendo y bajando una palanca y se ataba con hilo de sisal introduciéndolo por unas rendijas en las paredes del aparato. Todavía no he descubierto la utilidad del artilugio, así que he puesto un cartel con la idea de darle un nuevo destino: “Máquina para aplastar televisores”.
El cultivo de esta seta es relativamente fácil y entretenido. La materia prima consiste en bolsas de plástico rellenas de compost, paja en estado de descomposición en la que se ha mezclado el micelio del hongo. Una vez en destino, o sea en la nave, se apilan los sacos de tres en tres, se le hacen agujeros para que vayan saliendo las setas por allí y se crean las condiciones de temperatura y humedad para su nascencia. Es un espectáculo verlas crecer en racimos blancos y grises con matices azulados, como manojos de veneras. Luego no saben a nada pero hacen buenos tropezones en unas gachas.
Por motivos del mercado, el negocio de las setas fracasó. El compost era caro y las setas se vendían baratas, así que un día mi pariente abandonó el asunto y allí me dejó tuberías, microaspersores y demás apechusques del cultivo. Y varios fardos de papel de estraza para envolver las setas cuando vendía al menudeo. Acaso aquel papel me podría amortizar algo las pérdidas del alquiler. Cogí un montón de folios y, al llegar a mi casa, empecé a escribir Erótica rural. Con bolígrafo.
No es que yo pretenda que el que quiera escribir tenga que disponer de una nave y dedicarse al cultivo de las setas. Lo que quiero decir es que en el sitio más inesperado salta la liebre. Por ejemplo, un martillo encima de una mesa puede sugerir una buena novela policiaca. Un tal Proust escribió cientos de páginas con ocasión de haberse comido una magdalena.
Esto en cuanto a la motivación.
Hay por ahí mucho libros que tratan de cómo escribir una novela, incluso de buenos autores. De las últimos que he leído uno es de Umberto Eco y el otro de Vargas Llosa. Ambos son espartanos del oficio. Jornadas de sol a sol. Así la cosa cunde más. Pero no advierten de cosas que, a mí, me parecen fundamentales. La primera es que el nuevo autor debe evitar escribir una novela que ya esté escrita. No es tan fácil la cosa. Es verdad eso de que no hay nada nuevo bajo el sol, pero hay que procurar que sea a diferente hora. Lo del huevo de Colón. La gente piensa que el tal huevo lo inventó Colón. Pues no, antes que él lo puso de pie Bruneleschi, el que puso de pie la cúpula de la catedral de Florencia. A mí se me ocurrió un día escribir un best–seller, es fácil, sobre la aventurada búsqueda de la tumba de Alejandro Magno. Pues ya estaba escrita. No sé si con los fantásticos detalles que yo tenía previstos: varillas de rabdomante, tractores y grúas que se estropeaban porque malvados de una antigua sociedad secreta parecidos a los derviches echaban azúcar en el cárter de las máquinas gripando los motores. Hasta que aparecía una pirámide como la Keops enterrada e invertida.
Otro tema que los manuales no mencionan es que el autor debe tener alguna idea del tema que va a tratar. Parece evidente pero no se cumple. Hace poco estaba leyendo un libro titulado Arte de criar gallinas, libro útil e interesante y cuyo autor se quejaba de que el fracaso de muchos gallineros era debido al haberse aconsejado el criador de malos libros. Yo estoy sufriendo porque quiero escribir un libro titulado Memorias de un picador, pero no tengo idea de toros. Y hay una tercera cosa de la que se olvidan los autores, pero no me acuerdo. Me distraen las chicas que entran o salen de Starbucks. Está enfrente de la sección de muebles de El Corte Inglés. Yo vivo encima. Encima de muebles.
En Starbucks se está fresco, cosa que aprovechan las chicas para ir casi desnudas. Su especialidad es el café y algunas chucherías de postre. Es confortable. La clientela es heterogénea. A veces parece un club de jubilados. Otras, la estación Sur de autobuses. Pero en general, chicas y chicas hermosísimas. Y algunas milfs. En el exterior hay una terraza donde los fumadores descargan su ansiedad y gorriones y paloma buscan migas de magdalenas.
Al lado de donde yo estaba sentado había dos chicas jugando con sus consumiciones.
–Oye –les dije–. Estoy escribiendo un cuento y me he atascado. ¿Me podríais echar una mano?
–Uy, nosotras de literatura, ni idea.
–¿A qué os dedicáis?
–Somos de arquitectura.
–Es una profesión muy bonita.
–Pues a nosotras no nos gusta nada.
–Pues tenéis en vuestras manos la historia del arte. La grande. Y quizás podáis ayudarme en un pequeño problema que tengo.
Estaban dispuestas a escuchar.
–Os cuento: en algunas de mis obras suelo utilizar la palabra lomogato y no viene en ningún diccionario. Sí, en el Covarrubias, del siglo XVI, pero no referida a la construcción. En mi pueblo la dicen los albañiles. Mirad:
Cogí un papel y empecé a dibujar.
–Es la línea en que convergen las dos vertientes de un tejado y que se cubre con una hilera de tejas.
–No tenemos ni idea –dijo una.
Me pareció que modulaba las palabras con un acento especialmente dulce.
–¿De dónde sois?
–Yo de Madrid.
–Yo de Lima.
–Qué sorpresa. No he estado nunca en Perú pero mi hermana vivió allí algunos años y me aficionó a muchas cosas peruanas, la cocina en particular: el ceviche, las patatas a la huancaína, los anticuchos.
La chica me miraba como agradecida por lo que adivinaba de elogio de su país.
–En Madrid –continué–, hay muy buenos restaurantes de comida peruana. Hoy está en la cima de la gastronomía internacional. Suelo ir, de vez en cuando, a uno que hay cerca de la plaza de España. Lo tienen decorado con mazorcas de maíz peruano con granos irregulares y de diferentes colores, una maravilla. Le pedí unos granos y me los dio, luego los sembré en el jardín de mi casa. Nacieron pero tengo que repetir la experiencia. ¿Has comido cuy alguna vez?
–No.
–Creo que es un plato exquisito. Un amigo mío, Ino, lo pidió en un restaurante de Lima y al ver a aquel animalito entero tostado en su fuente le dio tanta lástima que no pudo probarlo. Se conoce que es que hay que hacer previamente la digestión del animal porque otro día en Quito cogió un taxi: “Lléveme a un restaurante donde se coma cuy”. “Es de lo mejor que he comido nunca”, me dijo luego. Me emplazó a encontrar en Madrid un restaurante donde lo sirvan, y creo que ya lo he encontrado.
–¿Cuál?
–Se llama Mi lindo Quito. Está por Cuatro Caminos.
–¿Qué hacía tu hermana en Lima?
–Vivir y admirar aquello. Estaba casada con un diplomático alemán que y trabajaba en organizar allí el sistema de aduanas y el control de fronteras. En sus ratos libres se metía en la selva a buscar ciudades incas que nadie sabía de su existencia. Descubrió una.
–¿De verdad?
–Sí. Era un tipo increíble: un intelectual y un aventurero. Hubiera podido ser un Humboldt. Pero para eso hay que estar soltero. Cuando terminó su trabajo allí, lo mandaron a Nicaragua.
Frente a nosotros, fuera del establecimiento, en una pequeña isla para peatones que separa la circulación en la calle, un individuo vestido de payaso lanza pelotas al aire que trata de recoger sin que ninguna caiga al suelo teniendo todas, cinco o seis, en movimiento a la vez. Aprovecha a que los coches estén detenidos ante el semáforo para, saltando como un gorrión, acercarse a las ventanillas a recoger una limosna. Es cojo. Le falta completamente la pierna izquierda. Tengo que hablar con ese hombre. Puede ser el protagonista de una novela titulada Vivir.
Aunque dice Don Miguel en Cómo se escribe una novela que la literatura es muerte.
Seguí.
–Os voy a dar una idea por si hacéis una tesis doctoral. Mirad:
Empecé a dibujar en el cuaderno.
–Se trata de diseñar un edificio con una inclinación de unos 20 grados sobre la horizontal. Es evidente que no se puede sostener salvo que aquí –señalé–, a determinada altura se rodee con un cincho del que sale una cadena que va a sujetar el edificio. Supongamos que lo vamos a situar en la Plaza de Castilla. Habría que construir en la ciudad universitaria, por ejemplo, un monolito enorme que serviría de punto de apoyo para la cadena que tira del edificio. El otro extremo de la cadena se sujetaría a una roca sólida de la sierra de Guadarrama. ¿Qué tal?
––Esa construcción es absurda –dijo la de Madrid.
–Bueno, no más absurda que las pirámides de Egipto, no me hagáis caso. Las pirámides son grandiosas y mágicas.
–Como el machu–pichu –dijo la de Lima.
–Absurdas son las más de las construcciones que hacen vuestros colegas hoy. No cito nombres.
Las chicas se tenían que ir. Quedamos en vernos alguna vez en Starbucks.
–Hemos pasado un rato muy agradable con usted –me dijeron.
Las bases de las Pirámides están hoy con una cuerda para que los turistas no pueden escalar. El vigilante, escopeta al hombro, pone el pie en la cuerda para bajarla y te invita a entrar. Pasas, te sientas en una piedra caída y alguien te hace una foto. Un euro.