Por Luis Junco
Con motivo de la reciente muerte de Paul Auster, me pongo a releer Diario de invierno, publicado hace doce años. Y en particular, mientras evoca las casas, los lugares en los que ha vivido a lo largo de su vida, me doy cuenta de que el hechizo que aquella rememoración produce en nosotros es debido a que en cierta manera compartimos con él una experiencia similar. Desde luego que son lugares, casas, anécdotas diferentes; pero la vivencia es similar. Nos evoca una experiencia vital: personas, atmósferas, acontecimientos que de alguna manera nos han marcado y han dejado en nosotros una impronta indeleble. Como también me resulta curioso que al mismo tiempo que supe de la muerte de Auster estuviera releyendo un episodio de En busca del tiempo perdido de Proust en que este evocara situaciones perecidas cuando en la noche se despierta y rememora lugares y habitaciones en que ha dormido.
Bastaba que, en mi cama misma, mi sueño fuese profundo y sosegase por completo mi espíritu; entonces éste abandonaba el plano del lugar en que me había dormido, y cuando despertaba en mitad de la noche, por ignorar dónde me encontraba, en un primer momento no sabía siquiera ni quién era; sólo tenía, en su simplicidad primaria, la sensación de la existencia como puede temblar en el fondo de un animal; me encontraba más desnudo que el hombre de las cavernas; pero entonces el recuerdo -aún no del lugar en que me hallaba, sino de algunos sitios donde había vivido y donde habría podido estar- venía como una ayuda a mí desde lo alto para sacarme de la nada de la que nunca hubiera podido salir solo; en un segundo pasaba por encima de siglos de civilización, y las imágenes confusamente vislumbradas de lámparas de petróleo, luego de camisas de cuello vuelto, iban recomponiendo poco a poco los rasgos originales de mi yo.
(…)
Pero unas veces unos y otras otros, había vuelto a ver los cuartos donde me había alojado a lo largo de mi vida, y terminaba recordándolos todos en los largos ensueños que seguían a mi despertar; cuartos de invierno donde, cuando estamos acostados, arrebujamos la cabeza en un nido que tejemos con las cosas más dispares (…)
Dice Paul Auster:
Habitáculos, habitaciones, las pequeñas y grandes viviendas que han protegido tu cuerpo del aire libre. Empezando con tu nacimiento en el hospital Beth Israel de Newark, en Nueva Jersey (3 de febrero de 1947) y viajando en el tiempo hasta el presente (esta fría mañana de enero de 2011), estos son los lugares donde has aparcado tu cuerpo a lo largo de los años: los sitios, para bien y para mal, que has considerado tu hogar.
Y comienza a hacer un repaso de todas aquellos lugares: veintiún domicilios permanentes hasta aquel momento. Y no solo reflexiona Auster sobre aquellos lugares habituales, sino los innumerables viajes y estancias de corta estancia y la huella que dejaron en su existencia.
Del último domicilio permanente que hacía el vigesimoprimero, en el barrio de Park Slope, escribía en este Diario de invierno:
Ahí es donde vives, y ahí es donde quieres seguir viviendo hasta que ya no puedas subir y bajar las escaleras por tu propio pie. No, aún más: hasta que ya no puedas subir y bajar las escaleras a gatas, hasta que te saquen de ahí para meterte en la tumba.
Y esta lectura de su Diario de invierno adquiere una especial significación, pues tengo entendido que en esa misma casa del distrito neoyorkino de Brooklyn falleció Paul Auster hace unos días, cuando contaba con 77 años de edad.