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“1984 de George Orwell: la esperanza cancelada” (y II)

Por Santiago López Navia

 

El ejercicio de doblepensar supone un manejo deliberado de la mentira y la posibilidad de sostener de forma simultánea dos opiniones contradictorias sabiendo que en efecto lo son, y aun así creer en ambas:

emplear la lógica contra la lógica, repudiar la moralidad mientras se recurre a ella, creer que la democracia es imposible y que el Partido es el guardián de la democracia; olvidar cuanto fuera necesario olvidar y, no obstante, recurrir a ello […]; y, sobre todo, aplicar el mismo procedimiento al procedimiento mismo. Esta era la más refinada sutileza del sistema: inducir conscientemente a la inconsciencia, y luego hacerse inconsciente para no reconocer que se había realizado un acto de autosugestión. Incluso comprender la palabra “doblepensar” implicaba el uso del “doblepensar”[1].

 

El ejercicio del doblepensar, pues, supera por su perversión la formulación de la paradoja de Epiménides el cretense (“Todos los cretenses mienten”), que se sustenta en la falacia de la petición de principio, toda vez que no está probado que los cretenses sean mentirosos, y la de las clásicas falacias in dictione, en las que el sentido del enunciado cambia en el momento mismo de la enunciación bien por la vía del énfasis o del equívoco. Estos son los casos, respectivamente, del  “Nunca bebo… vino” (“I never drink… wine”) que pronuncia el conde Drácula[2] ante el desprevenido Jonathan Harker y del astuto juramento de la reina Iseo para probar su inocencia con respecto a las sospechas de infidelidad de su esposo el rey Marcos[3]. Esto es así porque el acto de doblepensar exige ser justificado desde una aparente inconsciencia a la que sin embargo se induce conscientemente, lo cual hace imposible toda construcción formal de la verdad y además consiste en una transgresión del principal principio cualitativo del discurso según Quintiliano, la perspicuitas, es decir, la claridad, la prima virtus eloquentiae según el autor de las Institutiones oratoriae (II, 3, 8). No es casual, pues, que en su Teoría y práctica del colectivismo oligárquico el disidente Emmanuel Goldstein afirme que “gracias al doblepensar ha sido capaz el Partido –y seguirá siéndolo durante miles de años– de parar el curso de la Historia”[4]. Tampoco es casual, a la luz de la contundencia de estos postulados, que el proceso de reeducación (por utilizar el término que empleaba para el lavado de cerebro el Partido Comunista chino durante la Revolución Cultural) al que son sometidos los herejes por parte del Ministerio del Amor consiga, como le explica el jerarca O’Brien a Winston, ya prisionero sin remedio por la Policía del Pensamiento, que los torturadores hagan perfecto el cerebro que luego destruirán. La vaporización significa la desaparición de la persona, bien por la vía de su exterminio o bien por la vía de la anulación radical de su criterio, y por lo tanto de su identidad, que también queda anulada en origen en aquellos que han aceptado deliberadamente una creencia porque, como bien matiza James A. C. Brown, “el individuo acepta creencias, no solo porque sean verdaderas o falsas, sino porque son útiles para adaptarse a sí mismo o a su entorno social”[5], y esto es, no lo olvidemos, un mecanismo elemental de supervivencia en la sociedad.

El heterodoxo Winston Smith ha sido llevado al Ministerio del Amor para verificar su proceso de “reintegración” (la palabra no tiene desperdicio), y este proceso, según le explica el jerarca O’ Brien, tiene tres etapas: aprender, comprender y aceptar. Aceptar. Aceptar, por ejemplo, nada menos que 2 + 2 son 5. No es casual que Winston escribiera en su momento, convencido de su razón frente al Partido: “La libertad es poder decir libremente que dos y dos son cuatro. Si se concede esto, todo lo demás vendrá por sus pasos contados”[6]. Aquí se está validando la certeza de que la verdad es irrenunciable por ser verdad, y que esa premisa es conditio sine qua non para cualquier otra operación mental. Esta frase cargada de lucidez y resistencia se opone lógicamente y de una forma radical a la premisa de que de un enunciado falso puede deducirse cualquier cosa. Si 2+2 son 5 todo es posible[7].

Y es que hablábamos de aceptar, y aceptar todo lo que sostiene el partido único no puede ser el resultado de un proceso de convicción ni de persuasión que Kant definió con claridad en su Crítica de la razón pura (1781). La convicción se adscribe al ámbito de lo racional, está basada en leyes universales y se sostiene en procedimientos de argumentación lógica de naturaleza objetiva. La persuasión se adscribe al ámbito de lo razonable, se basa en la mutabilidad de las reglas sociales (del individuo o del grupo) y se sostiene en procedimientos de argumentación subjetiva. Los métodos de condicionamiento del partido único, sin embargo, se alejan radicalmente de lo racional y de lo razonable y se ajustan a una tercera categoría igualmente enunciada por Kant nueve años después en su Crítica del juicio: la sugestión. La sugestión especula con las emociones y se sostiene en la presión psicológica propia del adoctrinamiento. De eso estamos hablando, de una retórica psicagógica (conductora de almas) que es precisamente la que despliega el Ingsoc negando la contestabilidad de sus postulados no porque estos no sean connaturalmente contestables, sino porque el adepto no puede concebir la posibilidad de que lo sean. De esto hablamos cuando hablamos de “aceptar”.

Para aceptar es imprescindible reescribir el pasado. Winston Smith trabaja en el Ministerio de la Verdad, en donde se reescriben los periódicos actualizándolos de acuerdo con la ideología dominante. La operación también se aplicaba a los libros, revistas, folletos, carteles, programas, películas, bandas sonoras, historietas para niños, fotografías, es decir, a toda clase de documentación o literatura que pudiera tener algún significado político o ideológico. Diariamente y casi minuto por minuto, el pasado era puesto al día. De este modo, todas las predicciones hechas por el Partido resultaban acertadas según prueba documental[8].

 

Esta reescritura del pasado también afectaba a una gran parte de la literatura que hoy consideramos como clásica, de modo que autores como Shakespeare, Milton, Byron o Dickens serían traducidos a la neolengua para después destruir los textos originales, en esa permanente intención de romper cualquier vínculo con el pasado. El diálogo que sostienen Smith y O´Brien en un momento en el que, ya en el Ministerio de la Verdad, el primero aún mantiene el tipo, no puede ser más desconsolador:

–Entonces, ¿dónde existe el pasado?

–En los documentos. Está escrito.

–En los documentos… Y, ¿dónde más?

–En la mente. En la memoria de los hombres.

–En la memoria. Muy bien. Pues nosotros, el Partido, controlamos todos los documentos y controlamos todas las memorias. De manera que controlamos el pasado[9].

Haciendo que O’Brien sostenga que el que controla el presente controla el pasado, Orwell expresa un procedimiento muy común. Así actuó la Alemania nazi incluso en su destrucción de la estética adscribible a lo que se consideraba como “arte degenerado”. Así actuaron Lenin y Stalin, interviniendo incluso en el pasado inmediato al borrar a sus enemigos de las fotografías (empezando por Trotsky). Así actúan siempre los vencedores de las guerras, sea cual sea su filiación, al borrar los nombres de las calles ajustándolos a la ideología dominante, y así se entiende la reinterpretación falaz de la historia urdida por los nacionalismos. Es la misma actitud que animó al Estado Islámico al destruir las joyas arqueológicas grecorromanas de Palmira en otoño de 2016. Javier Marías, en un artículo muy reciente[10], nos recuerda la alteración a la que ya han sido sometidos algunos cuentos infantiles clásicos para evitar los miedos de los niños y proponerles relatos presuntamente ejemplarizantes,  y también nos recuerda que ya hay quienes, en nuestros días, se sienten legitimados para determinar cuáles son los personajes y las historias idóneos para los guionistas y los escritores.

La vigilancia permanente a la que hoy estamos sometidos demuestra el extraordinario vigor del Gran Hermano, al igual que lo demuestra la pérdida de privacidad que se deriva de las redes sociales y la fragilidad de nuestros datos públicos y al igual que lo demuestra el lenguaje político diferenciador que sirve para marcar adhesiones y rechazos a las creencias que unos y otros defienden. Y sabemos también, como nos recuerda Miquel Berga en el prólogo de El poder y la palabra[11]de Orwell, recientemente publicado, de los denominados “hechos alternativos” esgrimidos por Kellyanne Conway, asesora de Donald Trump, para reconsiderar –digámoslo sutilmente– el relativamente escaso número de asistentes a la toma de posesión del nuevo presidente de los Estados Unidos de América.

Un día antes de la publicación del artículo de Javier Marías, El Roto publicó en el mismo medio una sátira cuyo texto puede ser un buen resumen de lo dicho: “Para unos amanece, para otros amenaza”. Estamos, en definitiva, ante el riesgo de la entronización de la posverdad, ya definida por el DLE como “distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”. El mismo George Orwell, en el ensayo “Palabras nuevas” recogido en el ya citado El poder y la palabra, lo afirma con claridad meridiana cuando dice que “todas las preferencias y aversiones, todos los sentimientos estéticos, todas las nociones de lo que está bien y lo que está mal […] manan de sentimientos que son  -está generalmente aceptado– más sutiles que las palabras”[12]y cuando, poniendo el dedo en la llaga, nos recuerda que la propensión connatural a la mentira se entiende fácilmente “porque las mentiras encajan en una forma artística y la verdad no”[13]. Y en eso acabaremos estando si no ponemos remedio, suponiendo que en efecto lo haya: en un trance ideológico e intelectual que parece hacer de 1984 una obra acaso más profética que distópica. Por aquello de concederle la última palabra a la esperanza, al menos nos cabe el consuelo de que, según las previsiones del Ingsoc, la neolengua no se adoptará definitivamente hasta 2050. Haciéndole una concesión –por supuesto retórica– a la ficción, quedan treinta y dos años para resistir y para cantar “Rebel, rebel” haciendo coro a David Bowie antes de que el Gran Hermano siga empeñado en  cancelar nuestra esperanza.

[1]Op. cit., p. 42.

[2]En la película de Tod Browning (1931), no en la novela de Bram Stoker. Insisto en lo que tantas veces vengo diciendo: las recreaciones de la literatura (en este caso las cinematográficas) no basan ni tienen que basar su eficacia en la lealtad al original.

[3]Poco después de que su amante Tristán, disfrazado de leproso, cargase a Iseo sobre sus hombros para evitar que la reina mojase sus pies al atravesar una ciénaga, esta jura por su fidelidad al rey en términos de innegable astucia: “Juro por Dios, por San Hilario, por estas sagradas reliquias y por todas cuantas existen en el mundo que nunca hombre entró entre mis piernas, salvo el malato que me tomó sobre su espalda para cruzar el vado y el rey Marcos, mi señor” (Anónimo, Tristán e Iseo, versión de Alicia Yllera, Madrid, Alianza Editorial, 1987, pp. 136-137).

[4]Op. cit., p. 209.

[5]J. A. C. Brown, Técnicas de persuasión, Madrid, Alianza Editorial, 1984, p. 274.

[6]Op. cit., p. 87.

[7]Se atribuye a Bertrand Russell una jugosa anécdota que también implica la consideración de esta falacia aritmética. Cuando él explicaba durante una conversación entre colegas precisamente esto,  que de un enunciado falso era posible deducir cualquier cosa, alguien le interrumpió de una forma a todas luces impertinente: “¿Quiere usted decir, entonces, que si dos más dos suman cinco usted es el papa?”. La demostración aritmética de Bertrand Russell fue íntimamente fiel al espíritu de lo que sostenía, y le invitó a considerar a su interlocutor que si dos más dos son cinco y restábamos dos de lado (o sea, dos del resultado de los dos sumandos y dos del falso producto), obtendríamos que dos es igual a tres. Si dos es igual a tres, vale decir que tres es igual a dos, y si restamos de nuevo uno de cada lado de la igualdad tendríamos que dos es igual a uno. El remate de Russell fue muy previsible: “si el papa y yo somos dos personas  y dos es igual a uno, el papa y yo somos uno, de modo que, en efecto, yo soy el papa”.

[8]Op. cit., p. 47.

[9]Op. cit., p. 243.

[10]“Contra el arte”, EL PAÍS SEMANAL, 18 de febrero de 2018, p. 82.

[11]George Orwell, El poder y la palabra. Diez ensayos sobre lenguaje, política y verdad, Barcelona, Debate, 2017.

[12]Op. cit., p. 43.

[13]Op. cit., p. 47.

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