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Presentación en Madrid de “Las horas equivocadas”, de Santiago Casero González (2)

 

Por Santiago Casero

 

Así las cosas, me atrevería a hablar ahora brevemente del contenido general del libro. Ya puede uno imaginarse que, salvo que la colección sea temática, es decir, que los relatos giren alrededor de un tema común, hablar del contenido es hablar de cada uno de los relatos.

Aquí me gustaría, en consecuencia, hacer un paréntesis necesario, creo yo, para explicar, ya que no interpretar o contar, de dónde surgen algunos de los relatos del volumen, primero porque esa es una pregunta que se nos hace a menudo a los escritores, de dónde nacen las historias, cómo se te ha ocurrido esta idea, etc. Por alguna razón, se trata de una curiosidad frecuente del lector que resulta relativamente fácil de satisfacer. Y en segundo lugar porque querría ser congruente respecto de lo que he afirmado sobre el hecho de que yo estaba allí cuando este libro estaba tomando cuerpo: ya que no puedo hacerme cargo de todas las lecturas posibles del relato, seguramente porque son si no infinitas sí múltiples y pertenecen a cada lector,al menos me veo capaz de explicar de dónde vino el cuento y, si es necesario, también por qué tomé la decisión de contarlo desde una voz u otra, por ejemplo, decisión que es tan importante como la propia historia y en ocasiones no se distingue de ella.

Para no cansar ni agotar todos los cuentos de la colección, me puedo ceñir a tres o cuatro, distintos en su concepción y en su desarrollo. Sin desvelar el contenido último de los mismos, estos serían sumariamente los puntos de partida de los siguientes relatos:

“Pudridero de poetas” nace una noticia leída en un suplemento cultural en la que se contaba que algunos miembros de la Generación del 27, después de una noche agitada en la ciudad, decidieron cruzar en una barca el río Guadalquivir, que venía agitado, lo que hizo que la barca zozobrara y que los poetas estuvieran muy cerca de haberse ahogado en el río. Este incidente me pareció lleno de posibilidades narrativas, porque me pregunté por las consecuencias de ese caso, qué habríamos perdido, cómo un hecho accidental y hasta estúpido nos habría hurtado la posibilidad de todos los poemas que escribieron luego esos poetas. Este cuento es por otra parte un buen ejemplo de lo que supone, en mi opinión, la intervención del escritor en la realidad de la que parte, ya que en el relato entregado a la imprenta apenas queda nada más que la peripecia de unos poetas miembros de una generación inventada y la amenaza de su extinción, y sin esta explicación resultaría imposible deducir el episodio que lo origina.

En cuanto a “Jacqueline y el fuego”, este cuento tiene su punto de partida en una sensación común a otros muchos, como gatillo disparador de la ficción. Estoy hablando de la perplejidad, que es con frecuencia el sentimiento que a mí me hace sentarme delante de un folio en blanco a intentar contar una historia, el factor que vuelve significativa una noticia, por ejemplo, al mismo tiempo que desecha otras tantas. En este caso, se trata de la vida trágica de Jacqueline Du Pre, el irónico final de una violonchelista excelsa que justamente se ve privada del uso de sus manos por una providencia atroz e implacable.

“Consuelo” sin embargo tiene su origen en un episodio familiar, muy triste, que lleva a la pregunta de si es posible encontrar algún consuelo, así sea quimérico, después de la mayor de las tragedias que puede acaecer a cualquiera.

El punto de partida de “La noche del apestado”, por su parte, se debe rastrear en aquellos días no tan lejanos en que vivimos aterrorizados con la epidemia de ébola y por el miedo atávico del hombre al contagio y las epidemias.

Por último, “Zeno, Adela y los destinos” nace de una mera imagen, la de dos aviones que se cruzan en el aire con sendos enamorados dentro, cada uno en un aparato, ignorantes el uno del otro.

Pero volviendo al contenido general de la colección, al hilo invisible que cose todas las historias, parece oportuno no evitar ya más el asunto tal vez problemático de la unidad de los libros de relatos.

A este respecto, me gustaría decir que yo he publicado alguna colección de cuentos que podría considerarse temática en tanto que el argumento de las diferentes piezas que la forman gira alrededor de un solo tema. Estoy hablando, singularmente, de “Secretos de familia”, con el que tuve la fortuna de ser finalista en el premio Setenil al mejor libro de cuentos de 2018. Todos sabemos que hay extraordinarios libros de relatos de naturaleza temática. El propio Emilio Gavilanes, que ha tenido la amabilidad de leer tan inteligentemente y de presentar “Las horas equivocadas”, ha escrito uno que es un ejemplo, “Historia Secreta del Mundo”, que obtuvo es premio Setenil en 2015, lo que dice mucho de su calidad; y se me ocurren muchos otros que son verdaderos faros para los cuentistas, como “El llano en llamas”, por citar solamente uno archiconocido.

Sin embargo, mi opinión es que eso que llamamos “unidad temática” de un libro de cuentos no es ni una virtud ni un defecto, sino una simple característica que debe llenarse de sentido con la suma de cada una de las piezas del conjunto.

Aquí me parece interesante hacer un comentario sobre mi manera de trabajar un libro de relatos. Lo primero que quiero decir es que yo no trabajo con criterios previos de posible unidad de los cuentos ni de agrupamientos factibles. No de una manera consciente al menos.

Para mí, la gran virtud del género breve frente a sus parientes largos, la nouvelle y la novela, es por el contrario su enorme flexibilidad y la extraordinaria libertad que te permite como narrador, desde el momento en que yo veo un libro de cuentos como una posibilidad para experimentar y el resultado entonces como una especie de caja de sorpresas en la que cada pieza es diferente, tanto en su planteamiento previo como en la elección de la voz, el tono o el punto de vista. Naturalmente esto puede obtenerse también con un libro temático, como demuestran los libros mencionados, ya que la coherencia es independiente de su contenido argumental.

Lo que sí ocurre es que, una vez acabada, más o menos, la fase de escritura, que, insisto, es muy libre y a mí no me obliga nada más que en lo que respecta a cada cuento por separado (en los que, dicho sea de paso, la decisión más importante previa a la escritura tiene que ver con la elección de la voz desde la que se cuenta la historia), después de esto, digo, comparece de forma inexorable la fase en la que se hace necesario agrupar los relatos, y ahí ya sí se vuelve exigente el trabajo, porque el autor ha de estar atento a detectar los sentidos a veces profundos que se han ido formando durante la escritura y que acaban por justificar que elijas unos cuentos y no otros para la colección. Se trata de un criterio muy subjetivo pero que busca siempre que los diferentes relatos del libro establezcan entre sí algún tipo de diálogo que justifique su presencia en el conjunto. Este criterio de unidad, por cierto, no está siempre fundado en concomitancias o similitudes. Al contrario, existen a veces contrastes que enriquecen de manera paradójica la convivencia de diferentes cuentos en el mismo libro.

Valdría decir que toda la libertad de la escritura previa se vuelve exigencia de unidad cuando hay que ordenarlos de acuerdo a algún criterio que funcione como pegamento, que eluda el desorden y el caos siempre posibles, y que, entonces sí, puede ser perfectamente un criterio temático, como ocurrió con “Secretos de familia”, o puede por el contrario ser de otra naturaleza.

La pregunta, por lo tanto, sería, ¿cuál es entonces el criterio que ha justificado el agrupamiento de los relatos de “Las horas equivocadas”?

Insisto en que para mí es más fácil intuirlo que explicarlo, pero, si tuviera que escoger ese hilo invisible que los une, hablaría de la noción de realidad. Lo que yo he aprendido escribiendo y leyendo mis propios relatos es que mis historias no son, yo diría, en general, ni fantásticas ni realistas, stricto sensu, sino que se mueven en una franja más o menos amplia dentro de los límites de la realidad aunque en sus márgenes. Incluso cuando la noticia, la imagen o la idea previa que ha inspirado el cuento tenga un anclaje fuerte en la realidad, cuando eso se convierte en ficción el resultado se ha desplazado inevitablemente hasta esos márgenes, que por cierto intento no traspasar nunca para no caer en lo fantástico, dado que es éste un género por el que no me siento muy atraído como escritor. La razón es que considero que una suspensión radical de lo verosímil no es eficaz para lo que yo pretendo decir en mis relatos. Mi opinión es que lo verosímil debe sobrevivir a cualquier intervención artística sobre lo real.  De modo que, dicho en otras palabras, aunque en algunas ocasiones el resultado final de la historia está más cerca del centro de la realidad y otras veces más alejado, nunca permito que caiga con todo su peso a ese lado definitivo en que lo fantástico sustituye a lo posible.

Abundando en esta idea acerca de la realidad, a la pregunta frecuente que se hace a los escritores sobre los temas o el estilo de sus narraciones, una vez le escuché a José María Merino calificar su escritura como “realismo quebradizo”, y desde entonces he pensado a menudo que esta definición vale también para la mías, sin perjuicio del mérito del hallazgo de Merino, porque, sin dejar de ser realistas, se despliegan con una enorme fragilidad sobre el terreno hasta el punto de dar la impresión de ir a abandonarlo en cualquier momento o sencillamente de quebrarse.

Y creo que es perfectamente compatible con lo que acabo de explicar otra analogía esta vez con un concepto que procede del mundo de la tecnología, la llamada “realidad aumentada o expandida”,  que a mí me gusta ilustrar gráficamente, para que se entienda, haciendo uso de la imagen de uno esos libros antiguos de recuerdos de ciudades con monumentos en ruinas que permitían, mediante la superposición de un acetato, completar y contemplar cómo había sido el monumento en cuestión antes de convertirse en la ruina real que era ahora. Lo que ahí ocurría era precisamente una suerte de intervención sobre la realidad que no la opacaba sino que la transformaba y la convertía en otra cosa. Creo que, grosso modo, este podría ser justamente el resumen de mi trabajo narrativo en un cuento: la alteración de una realidad que sin embargo no desaparece del todo.

Finalmente, y para no extenderme más, me gustaría terminar con un breve alegato del cuento, siempre tan necesitado de reivindicación y refuerzo frente al poder editorial o moral de otros géneros, como la novela, cuyo territorio mediático y editorial es avasallador, o la poesía, que goza en cambio de un enorme capital simbólico que la mantiene a salvo de las dudas que podría generar su escasa cuota de mercado. Y, si bien no ha faltado teoría y literatura acerca del género del cuento, algunas de las cosas que se han dicho son ciertas, en mi opinión, y otras no tanto.

En primer lugar no es verdad que se trate de un género menor, una especie de pariente pobre de la novela. No creo que haga falta extenderse mucho aquí sobre todas las cosas que diferencian a ambos subgéneros de la prosa como para entender eso, que se trata de espacios tangenciales y próximos pero distintos, y, por lo tanto, la ponderación en cuanto a su peso o su valor literario es innecesaria e injusta. Tampoco considero justo, por cierto, que la defensa del cuento conlleve de forma fatal una refutación de la novela, por las mismas razones. Esto es lo último que debe hacerse para reivindicar el cuento. Yo sería un perfecto insensato si lo hiciera, dado que también soy novelista, me siento inseguro y feliz de distinta forma en ambos géneros y no creo que la escritura y la lectura deban plantearse en esos términos de refutación recíproca.

Lo que no se puede negar, y esto sí es cierto, es que la novela es un género más exitoso que el cuento en el mercado, y lamentablemente este es el punto de vista de muchos editores y lectores. Publicar un libro de cuentos es mucho más costoso para un escritor que intentarlo con una novela. Por eso mismo, dicho sea de paso, no quiero dejar de agradecer el hecho de que la editorial La Discreta apueste con tanta fe como generosidad por los cuentistas, como ha hecho con Emilio Gavilanes, conmigo y con una larga nómina de escritores de relatos de su catálogo.

Otra cosa que no es cierta es que en España no haya una tradición en el género homologable con la hispanoamericana. Es verdad que el cuento en Hispanoamérica tiene una consideración imperial y que muchos de sus grandes escritores lo han practicado a veces de forma exclusiva o casi exclusiva. No vamos a mencionar aquí a los cuentistas americanos porque son muchos y conocidos, aunque bastaría mencionar el binomio Borges-Cortázar para cargarse de razón. Pero en España también hay una lista de cuentistas amplia y de calidad, antigua (como demuestran las antologías del género), y que en los últimos años se ha enriquecido enormemente con la proliferación de editoriales especializadas o sencillamente menos refractarias a la publicación de cuentos, y también gracias a la incorporación merecida y necesaria de un gran número de escritoras de cuentos que están publicando sus libros en editoriales nacionales.

Pero más allá de invitar a la defensiva a la lectura de cuentos, con argumentos más o menos emocionales, me gustaría terminar haciendo referencia a un relato de Sánchez Piñol incluido dentro de una de sus novelas, “Pandora en el Congo”, que representa de la manera más auténtica el carácter hipnótico de un cuento y con el que me parece adecuado cerrar justamente la presentación de un libro de relatos. Describe el autor la escena de un pajarillo amenazado por una serpiente. Dice Sánchez Piñol, más o menos: el pajarillo puede huir fácilmente, echar a volar sin problema, pero se queda allí, mirando a la serpiente, esperando su ataque. ¿Por qué lo hace? Porque quiere saber cómo acaba el cuento.

Yo sé que no he descubierto hoy tierras vírgenes  para la literatura, ni siquiera para el género breve, donde casi todo está dicho y ensayado, pero sí he querido que supierais un poco cómo es y cómo ha sido mi trabajo en este género tan querido para mí y cómo funciona por dentro, según mi experiencia, este artefacto maravilloso que llamamos libro.

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