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Por Luis Junco

Cuando despertó, el dinosaurio todavía seguía allí.

Creo que una de las bondades de un microrrelato, como puede ser este de Augusto Monterroso, es su capacidad de sugerir un sin fin de historias enlazadas. Una de ellas puede ser esta, que conocí no hace mucho tiempo. 

La teoría más aceptada es que hace unos 65 millones de años un gran asteroide impactó contra la Tierra, provocando un cráter de 180 km de diámetro en la Península del Yucatán y sumiendo al planeta en una densa noche durante centenares de años. La oscuridad, la nube radiactiva y una atmósfera irrespirable acabó con los dinosaurios. 

Un poco antes de la caída del asteroide, Europa era un conjunto de islas a la deriva y lo que hoy es conocido como el Pirineo catalán era una enorme marisma poblada por dinosaurios. Uno de aquellos enormes saurios, herbívoro, de veinte metros de largo, ya fuera por causas naturales o por el ataque de algún depredador, murió en aquella zona y sus restos fueron arrastrados por el agua hasta quedar enterrados en la orilla de un río. El cadáver quedó cubierto por sedimentos, lo que facilitó la conversión del hueso en roca. Con el tiempo, los plegamientos del terreno guardaron intacto el molde y lo elevaron en un paredón casi vertical, lo que ayudó a preservarlo de la erosión. Y allí ha permanecido el dinosaurio millones de años, como un sueño imposible. 

En 1955, un paleontólogo alemán, Walter Kühne, comenzó a excavar en la zona y descubrió los restos del dinosaurio. Hombre muy meticuloso pero con muy pocos medios, Kühne anotó en su cuaderno de campo los datos de la zona, dibujos y observaciones de lo que hallaba y logró desenterrar unas cuantas piezas que envueltas en moldes de yeso fueron empaquetadas y enviadas al Museo de Ciencias Naturales de Madrid. De regreso a Alemania, Kühne centró su atención en otros fósiles de mamíferos del Mesozoico y se olvidó del dinosaurio. Los restos que había enviado a Madrid quedaron en los sótanos del Museo tal y como llegaron, sin que nadie les prestara la menor atención durante sesenta años.  

En el 2014, el equipo de los paleontólogos catalanes Bernat Vila y Angel Galobart excavan en el yacimiento de Orcau y descubren vértebras de un enorme dinosaurio y un cuello casi completo, de cinco metros de longitud. Saben entonces de la expedición de Walter Kühne del verano de 1955 en la misma zona y se preguntan si tal vez lo que descubriera el alemán fueran partes del mismo dinosaurio. Acceden a las piezas aún empaquetadas que se guardaban en los sótanos del Museo de Ciencias Naturales de Madrid y Bernat Vila consigue contactar con los descendientes del paleontólogo alemán, que había fallecido en 1991. En Stuttgart, Vila logra entrevistarse con Urs y Anna Klebe, los dos hijos de Walter Kühne, que para su sorpresa le muestran un cuchillito que el alemán utilizaba para separar sedimentos cuando excavaba y su cuaderno de campo. Allí estaba todo: las fechas, el lugar exacto, los dibujos pormenorizados de lo que había ido encontrando en aquel caluroso verano de 1955. Todo encajaba. Kühne había sacado costillas, la escápula y otras piezas de la parte trasera del animal. Según anotaba en su cuaderno, suponía que el resto del dinosaurio estaba más abajo. Era lo que habían encontrado Vila y Galobart sesenta años más tarde, a ocho metros de profundidad.

Hoy, el ya denominado Titanosaurio de Orcau es un descubrimiento de importancia mundial en paleontología, entre otras cosas porque se trata de una especie nueva, desconocida, seguramente la última antes de que la caída de un asteroide de 10 km de diámetro acabara con todos los dinosaurios de la Tierra.   

Y me  gusta pensar que enterrados bajo las estribaciones de la Cuenca de Tremp, cientos de dinosaurios aún siguen allí, aguardando la historia que les devuelva a la vida. 

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