John Steinbeck, después de tantos años
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Por Luis Junco

Un conocido que leyó la última entrada sobre John Steinbeck certifica que Cannery Row es en efecto un libro excepcional y me reta a resumir las claves de esa excepcionalidad. Lo intentaré en una próxima entrada, pero en esta quiero aprovechar un comentario adicional de esta persona: “hay un capítulo dedicado a personajes literarios que pasaron por Monterrey que me pareció a la vez curioso y terrible”. También me lo pareció cuando lo leí. 

Se refiere a personalidades literarias que pasaron por Monterrey y al respeto que el pueblo les dedicó entonces. Y comienza con una referencia a la estancia de Robert Louis Stevenson en 1879, que pasó unos meses en Monterrey, con Fanny Osbourne, quien al año siguiente se convertiría en su esposa: 

Se recuerda con placer y gloria que Robert Louis Stevenson vivió aquí. Ciertamente la Isla del Tesoro tiene la topografía y planta costera de Puerto Lobos. 

Y luego nos habla de otro personaje literario, Josh Billings (profesor y famoso en  aquella época por sus escritos de carácter humorístico y satírico), y nos cuenta una historia dura sobre su fallecimiento en Monterrey. Será mejor traducir un poco:

Donde ahora está la nueva oficina de correos, había un barranco por el que fluía el agua y un pequeño puente para pasarlo. A un lado del barranco había una bonita casa de adobe y en la otra la casa de un doctor que se hacía cargo de enfermos, nacimientos y muertos de la ciudad. También atendía animales y, habiendo estudiado en Francia, conocía los secretos del embalsamamiento, que hacía en algunos casos antes de que los cuerpos fueran enterrados(…) 

Una mañana, el viejo señor Carriaga iba paseando desde su casa hacia la calle Alvarado. Justo estaba atravesando el pequeño puente sobre el barranco cuando le sorprendió la presencia de un niño y de un perro que estaban sacando algo del cauce del barranco. El muchacho llevaba un hígado, mientras el perro arrastraba varios metros de intestino que se unían en su final a los restos de un estómago. El señor Carriaga se esperó y se dirigió amablemente al muchacho:

“Buenos días.”

En aquellos días los muchachos de aquella edad eran corteses. “Buenos días, señor.”

“A dónde vas con ese hígado?”

“Voy a utilizarlo como carnada para pescar caballa.” El señor Carriaga sonrió y continuó paseando, mientras su mente cavilaba. “No es el hígado de una res, es demasiado pequeño. Y tampoco de un becerro, es demasiado rojo. Ni de una oveja.” Su mente se había alertado, y en la esquina se encontró con el señor Ryan.

“¿Alguien ha muerto en Monterrey esta noche?”

“Pues no sé de nadie que haya fallecido”, le contestó el señor Ryan.

“¿Alguien que hayan matado?”

“No.”

Siguieron caminando en compañía y el señor Carriaga le contó lo del niño y el perro.

En el Bar Adobe había congregado un buen número de vecinos en la habitual conversación matinal. Y ahí el señor Carriaga volvió a contar la historia, y justo acababa de finalizar la relación cuando entró el alguacil. Él debería saber si alguien había muerto. 

“Nadie de Monterrey ha muerto”, le contestó el alguacil. “Pero Josh Billings falleció en el Hotel del Monte.”

Todos quedaron en silencio. Y el mismo pensamiento pasó por la mente de todos. Josh Billings era un gran hombre, un gran escritor. Había favorecido a Monterrey viniendo a morir allí y ahora había sido degradado por  el pueblo. Sin discusión se formó un pequeño comité que se dirigió rápidamente al barranco, cruzó el puente y llamó a la puerta del doctor que había estudiado en Francia.

El médico había trabajado hasta tarde. La llamada en la puerta le había sacado de la cama y con el pelo de barba y cabeza alborotados y en  pijama se presentó en la puerta.

El señor Carriaga le preguntó directamente: “¿Embalsamó usted a Josh Billings?”.

“Sí. ¿Por qué?”

“¿Qué hizo usted con sus órganos?”

“Los tiré al barranco, como hago siempre. ¿Por qué?”

Lo hicieron vestirse rápidamente y todos se dirigieron hacia la playa. Si el muchacho había sido lo suficientemente rápido con lo que llevaba entre manos, sería demasiado tarde. Justo se estaba metiendo en un bote cuando llegó la comitiva. Los intestinos estaban en la arena, en donde el perro los había dejado.

El médico francés fue obligado a recoger todos los órganos. Se le obligó igualmente a lavarlos con todo respeto y depositarlos con el mayor cuidado. Y se le obligó a pagar la caja que acabó metiéndose en el ataúd de Josh Billings. Monterrey no era una ciudad que no mostrara el debido respeto a un hombre de letras. 

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