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Por Luis Junco

En Cartas escogidas, que recopiló y editó Joseph Blotner, amigo y biógrafo de William Faulkner, resulta emocionante asistir a los comienzos literarios del gran novelista americano a través de las cartas que enviaba a su familia (sobre todo a su madre) desde París. Por esa época –postrimerías del verano y comienzos del otoño de 1925–, Faulkner intenta escribir artículos periodísticos y está enfrascado en lo que considera será su primera novela. Tenía 27 años y había alquilado una habitación en un edificio muy próximo al parque de Luxemburgo. Ese será su lugar favorito para pasear, escribir y observar a la gente. Dos tipos de personas le llaman la atención: los niños y los ancianos. De los dos escribe a su madre:

  Todo lo que hay en los jardines es para los niños; es maravilloso cómo los franceses quieren a sus hijos. Tratan a los niños como si tuvieran la misma edad que los mayores: van por la calle juntos, un hombre o una mujer y un niño, charlando y riendo como si tuvieran la misma edad (…)

Había otro viejo con un gorro de timonel y con un yate de juguete a vapor. Lo estaba poniendo en marcha mientras unas seis personas, de pie a su alrededor, le aconsejaban (…) ¡Te imaginas un país donde un viejo, si le apetece, puede pasarse todo el tiempo con barcos de juguete, y sin que nadie le llame loco ni le tome a guasa!

Y ese escenario y el interés por los niños y los viejos que observa fascinado, acaban deslizándose en lo que está escribiendo.

En septiembre de 1925, escribe a su madre:

Acabo de escribir algo tan bonito que estoy a punto de estallar: dos mil palabras sobre la muerte y los jardines de Luxemburgo. Tiene un sutil reto argumental, sobre una mujer joven, y se trata de poesía aunque esté escrito en prosa. He trabajado en ello durante dos días enteros y cada palabra es perfecta. Apenas he dormido en dos noches, pensando en ello, comparando las palabras, aceptándolas o rechazándolas, y cambiándolas de nuevo. Pero ahora está perfecto; una joya. Voy a dejarlo a un lado por una semana, luego lo mostraré a alguien para que me dé su opinión. Así pues, mañana me levantaré hecho polvo, supongo. Una reacción. Pero merece la pena haber hecho algo así.

Algo que repite en otra carta a su tía abuela Bama, tres días más tarde:

(…) acabo de terminar el mejor cuento del mundo. Es tan hermoso que cuando lo terminé fui a mirarme al espejo. Y pensé: ¿eso imaginó esta repugnante cara ratonil, esta mezcla de puerilidad e informalidad y vanidad sublime? Pero así fue.

Y eso que ha escrito y tanto le entusiasma tiene que ser el final de Sartoris, que se publicó en 1929.

El día había sido gris, como gris había sido el verano y el año entero. Por la calle, los ancianos llevaban gabanes y, cuando Temple y su padre cruzaron los jardines de Luxemburgo, las mujeres hacían punto envueltas en sus chales y hasta los hombres que jugaban al croquet se cubrían con abrigos y capas, mientras, bajo las sombras melancólicas de los castaños, el seco entrechocar de las bolas y los gritos fortuitos de los niños tenían un algo caballeresco, evanescente y desolado, que lograba dotar de contenido al paisaje otoñal. Desde más allá del espacio abierto con su falsa balaustrada griega, sembrado de grupos en movimiento e inmerso en una luz gris del mismo color y textura que el agua derramada por la fuente en el estanque, les llegaba el continuo fragor de la música. Temple y su padre siguieron andando, y luego de pasar junto al estanque donde los niños y un anciano con un raído abrigo marrón hacían navegar barcos de juguete, se refugiaron de nuevo entre los árboles y encontraron asiento. De inmediato, con decrépita prontitud, se les acercó una anciana que les cobró cuatro sous.

En el pabellón, una banda con el uniforme azul verdoso del ejército interpretaba Massenet, Scriabine y Berlioz, convirtiéndolos en una delgada capa de Chaikovski torturado sobre una rebanada de pan correoso, mientras el crepúsculo se disolvía en húmedos reflejos que caían desde las ramas sobre el pabellón y los sombríos hongos de los paraguas. Vibrantes y llenos de resonancias, los acordes de los instrumentos de viento estallaban y morían en el verde espesor del crepúsculo, despeñándose luego en intensas oleadas tristes.

Temple ocultó un bostezo con la mano y después, sacando una polvera, la abrió para contemplar en el espejo un rostro en miniatura, malhumorado, descontento y triste. Al cerrar la polvera, protegida por el ala de su elegante sombrero nuevo, dio la impresión de seguir con los ojos las ondas de la música, de disolverse en los compases moribundos del metal, para —más allá del estanque y del opuesto semicírculo de árboles, donde, entre intervalos de sombra, cavilaban tranquilas las reinas muertas en sus mármoles con pátina— perderse finalmente en un cielo que yacía, postrado y vencido, estrechamente abrazado a la estación de la lluvia y de la muerte.

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