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Por Luis Junco

La lectura de los buenos libros siempre depara reflexiones. Como ya hemos comentado en este blog, Bazar, de Emilio Gavilanes, es uno de esos libros. En él podemos leer:

La epopeya de Gilgamesh pertenece a una civilización desaparecida. ¿Hay rastros de esa epopeya en las culturas posteriores? ¿Hay elementos en la Ilíada, en la Odisea? ¿Heredaron episodios los pueblos posteriores? O los cuentos egipcios: ¿hay restos de ellos en la literatura árabe posterior? ¿Se siguieron emocionando con aventuras imaginadas por mentes que vivieron miles de años antes?

Cuando en la Vida de Alejandro Magno, del Pseudo Calíxtenes, Alejandro va en busca de la fuente de la eterna juventud, ¿es un episodio imaginado por primera vez o el autor recuerda la vuelta de Gilgamesh después de hablar con Utnapishtim y cómo se para a beber en una fuente y allí le roban la inmortalidad? ¿Se emocionaban los griegos con lo que se habían emocionado los mesopotamios?

La epopeya de Gilgamesh fue escrita hace más de cinco mil años sobre una tablilla de arcilla con caracteres cuneiformes y descifrada en el siglo XIX por George Smith, un entusiasta aficionado a la cultura asiria. ¿Por qué la historia ha ido pasando de generación en generación hasta nuestra época? ¿Por qué seguimos empleando tiempo en leerla y contándola a los demás, por qué nos sigue emocionando, como dice Emilio Gavilanes en su libro?

El pensador Steven Pinker dice que esta necesidad de la especie humana en contar y escuchar historias tiene que ver con la necesidad de simular y “vivir” situaciones que nos capaciten para afrontar el mundo real, como hacen otras especies con sus juegos.

La vida es como el ajedrez, y las tramas son como aquellos libros de estrategias que los ajedrecistas estudian para prepararse.

Me parece que es una parte de la verdad. La otra creo que tiene que ver con la necesidad de buscar un orden en el caos que normalmente nos envuelve, una luz de esperanza a la transitoriedad de la vida. 

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