Las “Variaciones quijotescas” de Carmen Hernández Montalbán en la estela de las recreaciones narrativas del “Quijote”

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Las “Variaciones quijotescas” de Carmen Hernández Montalbán en la estela de las recreaciones narrativas del “Quijote”

Por Santiago López Navia

Llegan a mis manos las Variaciones quijotescas de Carmen Hernández Montalbán (Madrid, Editorial Hebras de Tinta, 2020), una colección de narraciones breves que recrean algunos de los personajes y motivos del universo literario quijotesco a caballo de la estrategia de las que yo denomino ampliaciones del Quijote –los cuentos y las novelas que aportan algún detalle nuevo (alguna aventura, algún rasgo) sobre los elementos literarios comprendidos en el tiempo y en el espacio narrativos de las dos partes del Quijote)– y de las continuaciones, que van más allá de ese espacio y ese tiempo (respetando o no la muerte de don Quijote), a diferencia de las imitaciones, en las que los protagonistas, las peripecias o el estilo están evidentemente inspirados en el original cervantino, pero no son los suyos.  

El libro es de muy grata lectura, está escrito con un estilo muy elaborado (se nota el oficio de la autora) que remite al original por su registro arcaizante y las preciosas ilustraciones de Stephen Smith, que merecerían una exposición o una tirada aparte en tamaño enmarcable, lo convierten en una pieza de colección que los cervantistas, y por extensión los cervantófilos, sabrán apreciar como es debido. Todo ello facilita que el lector pueda disfrutar de los catorce relatos, muy bien aquilatados en su brevedad. Es igualmente muy recomendable la lectura del acertado prólogo de Roberto Castilla Pérez, completo y muy documentado.

La presencia de Sancho Panza es particularmente relevante. En “Carta a Sancho Panza”, el relato que abre la colección, don Quijote lamenta el declinar de los valores de nuestro tiempo, que le es dado contemplar desde la atalaya privilegiada de su intemporalidad. El mismo Sancho, que ahora se dirige a su amo con una evidente añoranza, es el protagonista y la voz narrativa de “Las cataratas de Sancho”, en donde, con el paso del tiempo, se pregunta si los gigantes que vio en su día don Quijote lo eran en realidad, porque así es como él percibe ahora a los molinos desde la perspectiva deformada por la enfermedad que aqueja a sus ojos. Sancho vuelve a ser el protagonista de “El regreso”, que narra su emotivo reencuentro con el jumento perdido.

Algunas de las mujeres del universo quijotesco están significativamente presentes, empezando por Aldonza Lorenzo (voz de “Los reparos de Dulcinea”) que, conmovida por los elogios que le dispensa Alonso como probable consecuencia de su locura y de la ceguera del amor, vuelve sobre ese detalle referido al margen del texto de la historia perdida que el segundo autor-narrador del Quijote recupera en el capítulo I, 9 y que constituye su principal mérito: su buena mano como saladora (en este caso de tocino, y no de cerdos en general). Por lo que respecta al personaje nombrado en “La gallardía de Marcela”, sabemos de su particular magnetismo y de su entereza que, literalmente, hacen huir a don Quijote cuando se encuentra con ella.

“El galgo Churruca” le da una identidad definida al “galgo corredor” del primer párrafo del capítulo I, 1 del Quijote y encarna un ejemplo de lealtad al seguir a su amo a pesar de estar tan lejos de su aldea. Hablando de identidad, la de Cide Hamete Benengeli queda muy reforzada gracias al perfil autobiográfico que él mismo nos transmite en el relato que lleva su nombre, en el cual sabemos que el verdadero inspirador de las locuras de don Quijote fue el abuelo del autor arábigo porque este se las refiere a Miguel de Cervantes, a cuyo servicio entrará en su día. En esta intención de pergeñar la biografía de Benengeli, Hernández Montalbán vuelve por el camino emprendido por los dos únicos autores que, hasta donde a mí me consta, se han ocupado de recrear la vida del falso autor del Quijote: Jacinto María Delgado en las Memorias del esclarecido Cide-Hamete Benengeli, autor celebérrimo de la Historia del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Recogidas por Melique Zulema, autor igualmente verdadero que arábigo, opúsculo integrado en sus Adiciones (1786) y retomado por Lalo Vázquez Xil en A da alba sería (1996), y Ángel Velasco en La tumba de Don Quixote (2006), que integra en su novela la Vida y trabajos de Hakim Abdel, autobiografía apócrifa y autógrafaen la que Benengeli narra una de las vidas más azarosas y completas que se pueden inventar.

Por rematar los aspectos relativos al valor de la identidad, la de don Quijote, permanentemente empeñado en ser literariamente otro, queda ampliada en “La piadosa aventura”, en la que sabemos que durante su convalecencia cree ser el mismísimo Moisés inspirado por la Biblia (al igual, por cierto, que el protagonista de Don Quijote de Manhattan de Marina Perezagua, publicado en 2016), tal como revela el licenciado Pérez, personaje inventado por la autora que también se manifiesta en el primer relato y que parece asumir, tal vez como trasunto de ella misma, un papel mediador entre el lector y los personajes que se manifiestan en los textos. En un sentido parecido, y al igual que él mismo se reelabora interpretando literariamente su identidad, es capaz de entender en clave de señal, y por lo tanto de aventura en su sentido puro, la razón de ser del OVNI que él y Sancho avistan en plena noche en Sierra Morena: “Tales señales vienen a avisarnos de que nos aguardan grandes hazañas y tan solo en nuestras manos está el poder de ejecutarlas” (p. 67). Y es que la ficción sí aguanta esta presencia de lo misterioso que algunos pseudoestudiosos del Quijote y de la vida de Cervantes han convertido audazmente (en las que yo llamo “interpretaciones esdrújulas”) en causa trascendente de su inspiración o alguna de sus peripecias vitales.

En esta misma veta del misterio, el mismo Cervantes es recreado en “La tormenta”, que narra la noche inclemente que pasó camino de Andalucía para ejercer su oficio de comisario real de abastos, acogido a la misteriosa hospitalidad de don Prededigno de Borrasca y Temporal, que a la mañana siguiente ha desaparecido del desangelado refugio compartido con su invitado. Cervantes es también el protagonista de “El Quijote apócrifo”: según la atractiva propuesta de Hernández Montalbán, nuestro autor compartió cautiverio en Argel con Alonso, un “cura de Avellaneda” (en una línea que remite a las reveladores especulaciones de Pilar Gutiérrez Alonso en su tesis doctoral de 2014) que cuidó a Miguel durante unas calenturas y le escuchó hablar en medio de su delirio de las aventuras de don Quijote y Sancho. A su debido tiempo Alonso le relató a Miguel esas mismas peripecias, que después publicaría en su Quijote. La fama que obtendría Miguel anima a Alonso a escribir el apócrifo, espoleado además por la conciencia de que fue precisamente él quien inspiró al primero con el relato de sus propias alucinaciones.

Mención especial merece el amor por los libros y la lectura que late en toda la colección, muestra evidente del compromiso que alumbra la vocación de la autora, cuya formación especializada y cuya experiencia como bibliotecaria y documentalista brillan con luz propia en este punto. Esto afecta tanto a los libros de caballerías que cruzan el texto del Quijote como a los libros en general, en una reivindicación permanente (y hoy quizá especialmente pertinente) de su utilidad y su disfrute. Así, en “Carta a Sancho Panza” don Quijote recuerda con nostalgia los libros que hizo desaparecer Frestón (que reaparece casi al final en “Las advertencias del mago Frestón” para dejar claro que él tan solo es el fruto de la fabulación del protagonista), pero también reclama la necesidad de “poner las librerías al servicio del pueblo llano” (p. 24). En el relato titulado precisamente “Los libros”, don Quijote expresa el sentir de la autora dejando clara constancia ante Sancho del valor singular que tienen todos y cada uno de ellos y alza su voz contra el disparate que supone destruir un libro (como sus amigos hicieron con los que le llevaron a la locura) con palabras rotundas y muy atinadas: “No, Sancho, ninguna excusa vale la destrucción de un libro: ni la patria, ni la fe, ni la razón” (p. 63). No es casual que el relato que cierra la colección, “El bosque infinito”, cuya mirada trasciende lo quijotesco, termine con una invitación plenamente coherente con el sentido simbólico del frondoso bosque de la literatura: “Perderse en el bosque era una epifanía, una puerta abierta al conocimiento. En su entrada, siempre una invitación: LEED” (p. 71).

Una lectura agradable, sugestiva e inspiradora, en fin, que sigue ampliando el ya vastísimo horizonte de las recreaciones narrativas del Quijote y que demuestra que la oportunidad de una obra literaria que vuelve sobre Cervantes y su principal creación no tiene por qué colgar necesariamente de la percha de las conmemoraciones y de los centenarios para justificar su valor ni su oportunidad.

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