Por Luis Junco
La travesía del río Toro
Llegan a Tiquiripaga, veintiocho chozas de piedra y una pequeña iglesia. Un lugar en el que una anciana de más de noventa años, la Mama, como la llaman, es la autoridad. Estar a bien con ella supone estar a bien con todo el pueblo. Un arroyo cruza la localidad:
El agua está helada a esta altitud, con pozas aquí y allá, en las que los habitantes rompen el hielo para obtener agua. Cada mañana, a las 7 y media, acostumbraba yo bañarme en una de esas pozas.
Las mañanas son luminosas y soleadas hasta las once; luego graniza o nieva, y así continúa el resto del día.
Detrás la poderosa silueta de la Montaña Ylliapo, con el Pico Sorata en su grandiosa soledad, con su eterna cima nevada.
Abajo un bosque tropical, en el que hace calor. El paisaje le admira una y otra vez:
Un magnífico escenario ver una docena o más de estas enormes águilas planeando en el cielo azul sobre las montañas nevadas, y los vastos campos de botones de oro debajo, las cabañas de piedra de los indios y la pequeña iglesia como pequeñas manchas, y las llamas de todos los colores paciendo en las laderas.
Permanecen en Tiquiripaga veintitrés días.
Estando allí le cuentan nuevas historias sobre el tesoro de los incas. El gran tesoro, con la gran imagen del Sol, está enterrado bajo la nieve, cerca del Pico de Sorata. Los indios jamás permitirán a nadie acercarse al lugar.
Al cabo, dejan la localidad. Prodgers alquila 15 llamas para llevar la carga. El tiempo se va haciendo más cálido a medida que bajan hacia el bosque tropical. Llegan a un campo, cerca del bosque, propiedad de un hombre que tiene ganado. De nuevo, éste intenta disuadirlo de que siga adelante. Siempre hay alguien que le aconseja volver atrás.
Pero él sigue adelante y la expedición atraviesa una extensión de rododendros en flor como él nunca había visto antes. También hay fucsias, rosas y geranios. Describe la vegetación y la fauna que encuentra: helechos, matas de frambuesas con frutos grandes como bellotas. Perdices, martinetes (ave del color de la perdiz y del tamaño de un faisán). Los caza para él y para todos los miembros de la expedición. La carne de los martinetes es muy buena.
Siguen el camino hacia el río Toro, bajando y subiendo empinadas laderas, muchos días en que se alternan los aguaceros con el tiempo soleado. Pavos, gallinas salvajes, faisanes, helechos arborescentes, begonias, calas. En el camino encuentran cobertizos que normalmente utilizan los viajeros, existiendo la tácita costumbre del que los utiliza los deja en las mejores condiciones posibles para el siguiente viajero, arreglándolos si es necesario, e incluso construyendo otro cobertizo al lado. Los propios viajeros indios con los que se encuentran les señalan otros lugares de acampada que ellos han dejado disponibles. También nos dice que es costumbre que al cruzarse con otros viajeros indios se intercambian saludos, lo que supone una señal de reconocimiento y buena relación. Si los indios no saludan es mala señal y muestra de que hay que estar alerta en los siguientes días.
La vista a la llegada al río Toro le impresiona:
Desde la cima de la colina miramos hacia abajo, hacia una de las escenas más hermosas que he visto en mi vida. A la izquierda, al pie de una casi pared vertical, corre el tumultuoso río Toro, sus empinadas orillas con hierba alta y helechos arborescentes; y a la izquierda, altas colinas, cubiertas de un denso bosque tropical, y cinco cascadas que vierten su agua al río desde alturas de más de doscientos metros; frente a la altas colinas, profundos valles y bosque denso en extensión que no se podía abarcar con la vista. A la derecha, en una superficie de más de una hectárea de terreno ondulado cubierto de césped y cientos de hermosas amarilis en flor, una bellísima masa de flores escarlata, amarillo, azul y todos los colores imaginables.
Se enfrentan a una bajada terrible. Acampan en unos cobertizos cercanos, esperando hasta que las aguas del río bajen de nivel para poder cruzar. Manuel, el guía indio que los acompaña, le cuenta que hace un tiempo llevó a un americano que sufrió un accidente bajando la misma cuesta que ellos iban a bajar. Prodgers relata que años más tarde, ese mismo americano, de nombre Salter, le había contado personalmente lo que había ocurrido. Su objetivo había sido llegar a tomar posesión de unos terrenos con oro, que la Compañía Minera del Oro de Texas le había encomendado.
Cuando había bajado unos 40 o 50 metros, me dijo, sentí vértigo y caí. Un helecho arborescente me salvó, y cuando consiguieron subirme, dije: “Aunque me dieran todo el oro del mundo no volvería a bajar por ese camino del demonio; que busquen a otro. John E. Salter no seguirá ni un paso más, me vuelvo derecho a La Paz.”
Por la tarde, Prodgers revisa la bajada y descubre que es una inacabable sucesión de escalones esculpidos sobre la propia roca, de unos 60 o 70 cms de ancho a lo sumo, y con una caída casi en vertical por la izquierda que aterroriza.
Tienen que bajar con las llamas descargadas. Encargan a unos indios el transporte de la carga hasta el pie de la senda. Ellos les siguen con las llamas. La bajada resulta terrorífica, pero todos llegan a salvo a la ribera del río.
El río Toro se cruza por medio de un cable de acero tendido a unos 10 metros de la superficie del agua, con poleas y una cuerda que es tironeada por cuatro o cinco hombres, llevando a una sola persona al otro lado. A pesar de la advertencia de no mirar abajo para evitar el vértigo y la fatal caída, cuando le toca el turno Prodgers mira todo el tiempo a la corriente, que debía discurrir a unos 20 km por hora, en la que destacaba un profundo remolino y una enorme roca en medio del curso. Unos días antes de su paso, el cartero que llevaba correspondencia y dinero de un lado al otro, había caído al río y había desaparecido con todo el correo.