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Vivo en una casa llena de escaleras y siete niveles. Y no porque sea grande (que también), sino porque a quien la diseñó le debían gustar los laberintos. Después de vivir en ella más de veinte años, yo todavía me desoriento y no sé muy bien qué hay arriba o qué queda abajo. Bien, lo cierto es que hace unos días estaba aquí Guille, nuestro único nieto, cuatro años, y como siempre que nos visita, quiere hacer una expedición, para la que no hay alternativa: o emprender una escalada o un descenso a los infiernos. Ese día subíamos porque quise que me ayudara a ordenar libros que tengo en el ático. En realidad tengo libros en todos los niveles y todos desordenados, o en un orden tan particular que cuando necesito un libro nunca lo encuentro. Así que en esta ocasión y para empezar con buen pie el nuevo año me había hecho el propósito de ordenar la montonera de libros del ático en una digamos forma “clásica”. Y allí subíamos Guille y yo, él siempre delante pero solo hasta el segundo nivel, porque al llegar allí se para y me dice: “Luis (nunca me llama abuelo sino así, Luis, o Luisillo en otras ocasiones), mejor vas tú delante”. “Pero por qué”, le pregunto. “Porque tengo miedo de que haya alguien”, me contesta. “¿Alguien? Pero si ya sabes que estamos solos”, le respondo. “Bueno”, me dice entonces, “puede aparecer el hombre de la barba en cualquier rincón”.

El “hombre de la barba” es un anciano que habita en un lugar cerrado y oscuro del sótano, el “zulo” como lo llamamos, y que para variar también está lleno de libros, en cajas, a decenas, y cientos de ejemplares. Allí vive esta venerable señor que siempre “está en bolingas” -expresión de Guille- y se cubre del frío rodeándose de su larga y frondosa barba. Su única actividad conocida es leer libros, de los que también se alimenta. Durante el día no sale del zulo, pero por la noche suele hacer pacíficas incursiones a los otros niveles en busca de nuevos libros. Así que como es media tarde no hay peligro de que lo encontremos, le digo a Guille con la intención de calmarlo. Pero él no las tiene todas consigo y dándome la mano seguimos escaleras arriba.
Ya en el ático, trato de llevar a cabo mi buen propósito apilando libros de las estanterías en el centro de la estancia para recolocarlos con un nuevo criterio de ordenamiento. Lo que no es tarea fácil, porque además de ayudarme a hacer pilas de libros, Guille coge de vez en cuando alguno de los ya colocados porque le atrae la imagen que aparece en el lomo o el color del ejemplar en cuestión. “¿Puedo hacer un dibujo en éste?”, me dice abriendo uno de Julio Cortázar. “¡No, por Dios! ¡Los libros no deben pintarse!”, le contesto sobresaltado. “¿Por qué no?”, replica él y subraya con esa lógica contundente de su edad: “Tal como están, con tanta letra, resultan muy aburridos”. Una razón inapelable para la que de momento no encuentro respuesta y por lo que intento distraer su atención dirigiéndola a otro olvidado montonazo en el lado más alejado del ático: “Mira, por favor, ¿me puedes traer unos cuantos de aquel montón?”. Lo que hace sin rechistar, porque ante los requerimientos respetuosos Guille siempre reacciona con prontitud. Y un ímpetu que provoca un derrumbe literal y literario en aquel conjunto ya en dudoso equilibrio. De entre los restos del naufragio algo le llama la atención. Enmedio de tanto libro, un sobre grande y acolchado con algo en su interior. Me lo trae como si hubiera descubierto algo importante.

Y bien que lo era. En el interior del sobre había cuatro ejemplares de las originales Planas de Poesía, colección que habían puesto en marcha los hermanos Millares en los años 40 y primeros de los cincuenta del siglo pasado. Con tanto celo las había yo guardado, que si no hubiera sido por el derrumbre propiciado por Guille seguramente habría pasado otro siglo hasta que alguien hubiera dado con ellos. Los extraje del sobre con cuidado. Uno era un ejemplar de Alba en el surco, poemario de mi padre ilustrado por Jane Millares, que fue el número 18 de la colección, el último de aquella a aventura literaria, agosto de 1951. Poco más tarde, el bien conocido y siniestro comisario Roberto Conesa, de la en aquella época franquista denominada Brigada Social y Política, se desplazó a la isla, prohibió la publicación y metió en la cárcel a los principales planistas, incluido mi padre. Aquel ejemplar que extraje del sobre estaba… pues eso, como puede verse en la imagen que adjunto: ¡pintarrajeado por todas partes por algún niño! Después de lo que yo le había dicho a Guille sobre pintar los libros, ¿cómo iba a decirle ahora que quien había pintado aquel libro había sido alguno de mis hermanos o yo mismo? En fin, me quedé callado, como él, mientras mirábamos aquel librocidio que evidentemente a él le maravillaba y a mí también empezaba a gustarme. ¿Acaso los dibujos infantiles no daban nueva vida a aquellas viejas palabras de mi padre que hablaban de silencio?
Otro ejemplar era el número 6 de la colección, Ofensiva de primavera, de Agustín Millares, ilustrado por Alberto Ignacio Manrique, con dedicatoria a mi padre.
Y los dos restantes eran los números 4 y 10, dedicados a Alonso Quesada e ilustrados por el que sería a la postre el más famoso de los hermanos, Manolo Millares: Smoking-Room (cuentos de los ingleses en la colonia en Canarias) y la obra de teatro Llanura.
Observando Guille cómo yo me quedaba un buen rato absorto ante la imagen de la portada de este último (que se repetía en las primeras páginas del otro), me preguntó:
“¿Quién es?”
“Fue un poeta”, le contesto. “Un buen poeta”.
“¿Y qué es un poeta?”
“Pues… una persona que encuentra tesoros en sitios donde todos los demás no vemos nada especial”, se me ocurre contestarle.
“¿Como esos abuelos que van con un palo con imanes por la arena de la playa buscando anillos de oro?”.
“Pues, sí, más o menos”.
“¿Y también vivía en un sótano, como el señor de la barba?”
“En cierto sentido, él también vivió así durante una época de su vida, sí. Pero ahora solo vive dentro de estos libros”.
“¿Y los tesoros, también están ahí?”
“Desde luego, cuando aprendas a leer estoy seguro que también tú podrás encontrarlos. Hasta ese momento, debemos cuidarlos mucho”.
“¿Y podré pintar también en ellos?”
“Pues…”. Ahí ya no supe qué contestarle.
(Tengo entendido que no hace mucho el Gobierno canario ha elegido a Alonso Quesada como protagonista del Día de las Letras Canarias para este nuevo año 2025).
3 Comments
Qué relato tan entrañable!
Estoy de acuerdo con Guille. Que imponga su dictadura literaria pintando, expresión de su oralidad.
Me ha encantado!!!