Por Luis Junco
Siempre me he sentido fascinado por las visiones que algunos escritores nos ofrecen acerca de un futuro más o menos lejano. Su clarividencia es una ventana mágica a la asomarse y poder contemplar un panorama que solo hacía unos cuantos años nos parecía imposible.
Por hablar de escritores y obras actuales, puedo referirme al estadounidense Michio Kaku y su último libro El futuro de la Humanidad: la colonización de Marte, los viajes interestelares, la inmortalidad y nuestro destino más allá de la Tierra. O el reciente On the future: prospects for Humanity, del británico Martin Rees. Son personas que saben de lo que hablan, “están en el ajo”, tocan con sus dedos los bordes de algunos proyectos que ya están en marcha y que cambiarán por completo el escenario humano en el futuro.
Y si este tipo de autores y libros me deslumbran, más asombro y admiración me producen aquellos que sin haber estado relacionados directamente con el mundo científico han sido capaces, gracias a una prodigiosa imaginación, de predecir ese futuro. Me estoy refiriendo, naturalmente, a escritores como Julio Verne y H. G. Wells, considerados por muchos como los padres de lo que más tarde se conoció como “ciencia ficción”.
¿Pero sabíais que antes de que Wells escribiera El hombre invisible o La máquina del tiempo otro escritor había imaginado los viajes en el tiempo, la invisibilidad, la criogénesis, las máquinas pensantes, la teletransportación? Fue un periodista americano, Edward Page Mitchell, que en la convalecencia de un desgraciado accidente por el que perdería la visión de un ojo, comenzó a escribir relatos de ficción. Lo hizo durante diez años (1874-1884) –cuando él tenía veintitantos–, casi todos publicados en periódicos y oculto bajo distintos seudónimos, y luego lo olvidó. Se dedicó intensamente al periodismo, acabando su vida como director del prestigioso The Sun neoyorquino. Yo lo conocí hace unos años, cuando cayó en mis manos The tackypomp (sobre viajes a velocidades superiores a la de la luz), que encontré en un volumen de Historias de autores americanos, y quedé impresionado. Después conseguí The crystal man, antología de Sam Moskowitz, auténtico descubridor de Mitchell en los años 70.
Hace unos meses me enteré que por fin había una edición española de los principales relatos del escritor norteamericano, El espectroscopio del alma (Orciny Press, 2015), y en efecto, se trata de una estupenda edición a cargo de Hugo Camacho, que recomiendo.
Además de por su desbordante imaginación, los relatos de Edward Page Mitchell sorprenden por su ironía (que nunca falta) y, sobre todo, por su buena literatura. Baste este fragmento del inicio de El reloj que marchaba hacia atrás:
Había una hilera de álamos lombardos frente a la casa de mi tía abuela Gertrude, a orillas del río Sheepscot. En su apariencia personal, mi tía se parecía sorprendentemente a aquellos árboles. Tenía el mismo aspecto de anemia incurable que los distingue de otros, más vitales. Ella era alta, de perfil severo, y muy delgada. Sus ropas se aferraban a ella. Estoy seguro de que si los dioses hubieran querido imponerle el destino de Dafne, hubiese ocupado con facilidad y naturalmente un lugar en la hilera, tan melancólica como los restantes álamos.