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“1984 de George Orwell: la esperanza cancelada” (I)

Por Santiago López Navia

(Con algunos retoques, este texto corresponde a la intervención del autor en la mesa redonda titulada de la misma forma, programada en el Congreso Internacional sobre Narrativas Distópicas: de 1984 Los juegos del hambre, organizado por la Universidad CEU San Pablo y la Universidad Internacional de La Rioja y celebrado en Madrid del 26 al 28 de febrero de 2018. Publicamos el trabajo en dos partes.)

 

Hace apenas dos años, casi inmediatamente después del lanzamiento de Blackstar, moría David Bowie, que en 1974 publicó Diamond Dogs, un disco de su etapa glam basado en la novela 1984 de George Orwell. Tal vez podríamos considerar una de sus canciones, “Rebel, rebel”, como una invitación, en principio estética, a la heterodoxia, y toda manifestación de heterodoxia acaba siendo una forma de fuga ante la esperanza cancelada. En el presente texto me propongo reflexionar sobre algunos de los principales elementos retóricos que conforman el discurso del Ingsoc y que expresan la ortodoxia perversa de un sistema construido al servicio de la cancelación de la esperanza.

¿Cómo no aceptar la cancelación de la esperanza en una sociedad regida por ministerios cuya denominación exige la aceptación apriorística de los opuestos? El Ministerio de la Paz se ocupa de la guerra; el Ministerio del Amor se encarga de la represión; el Ministerio de la Abundancia practica un racionamiento rayano en la supervivencia y el Ministerio de la Verdad se afana en destruir el pasado y reescribir la historia adaptándola milimétricamente a los postulados del partido único.

¿Cómo no aceptar la cancelación de la esperanza en una sociedad cuyas bases ideológicas descansan, abundando en lo dicho, sobre lemas explícitamente basados en opuestos? “La guerra es la paz”, “La libertad es la esclavitud” y “La ignorancia es la fuerza”.  El tercer lema, “La ignorancia es la fuerza”, conecta radicalmente con el espíritu de la neolengua, que se expresa en un léxico reducido basado en la premisa de que no se puede pensar lo que no se puede nombrar. Como muy bien le dice Syme a Winston, “la finalidad de la neolengua es limitar el alcance del pensamiento […]. Cada año habrá menos palabras y el radio de acción de la conciencia será cada vez más pequeño” […]. La ortodoxia significa no pensar, no necesitar el pensamiento. Nuestra ortodoxia es la inconsciencia”[1]. Si consideramos este fragmento en términos rigurosamente éticos, el lema pertinente debería basarse en la premisa exactamente opuesta: el conocimiento garantiza la fuerza del individuo frente al Estado opresor, y por lo tanto apuntala la libertad.

Esta regulación del pensamiento se entiende en principio como una forma de autocontrol en cuya disciplina se educan los miembros del Ingsoc, y la primera etapa de esta disciplina se denomina en neolengua “paracrimen”, que “significa la facultad de parar, de cortar en seco, de un modo casi instintivo, todo pensamiento peligroso que pretenda salir a la superficie”[2], o sea, el mecanismo preventivo del “crimental”, la desasosegante palabra que se emplea en neolengua para nombrar el crimen que consiste en pensar en contra de los postulados de la ideología dominante.

Lo dicho guarda una evidente relación con dos principios, el primero de los cuales es de naturaleza estrictamente política: “Siempre fue la lengua compañera del Imperio”[3], como ya decía Nebrija en el prólogo a su Gramática castellana de 1492. El segundo tiene que ver con las capacidades del individuo: “Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”, como observa Ludwig Wittgenstein en la proposición 5.6 de su Tractatus lógico-philosophicus de 1921[4].

Al servicio de la cancelación de la esperanza se encuentran el sistema comunicativo de la neolengua y el ejercicio mental del doblepensar. En la neolengua se insiste pertinazmente en la reducción progresiva de la cantidad de palabras. Según O’Brien, dirigente del Partido Interior del Insoc, en la décima edición del Diccionario de Neolengua se reducirá el número de verbos. Tal es el alcance del criterio reduccionista que se considera la posibilidad de que todo lo relativo a la bondad pueda expresarse finalmente con seis palabras, “en realidad una sola”[5], lo cual significa anular los matices expresivos de la bondad, con su correlato ilocutivo (lo que hago al expresarla) y perlocutivo (lo que consigo al expresarla), de acuerdo con la clasificación de los actos de habla de Austin. Pocas palabras para la bondad implican pocas acciones buenas que puedan pensarse y puedan hacerse. En este sentido, la neolengua es la negación del espíritu que subyace a la definición de orador según Quintiliano en sus Institutiones oratoriae (XII, 1, 44), “Vir bonus dicendi peritus”, definición que se inscribe en el anclaje ético de la retórica propio de la Antigüedad clásica, tal como leemos en Platón, Aristóteles, Cicerón y el mismo Quintiliano[6], y tal como releemos en la obra de nuestros humanistas españoles: Juan Luis Vives, Benito Arias Montano y Francisco Sánchez de las Brozas[7].

El viejo idioma se percibe como vago por sus “inútiles matices de significado”[8], y esta percepción conduce a anular las posibilidades expresivas de la connotación, y por lo tanto del vigor creativo inherente a la máxima retórica de ornatus definida primero por Cicerón en el libro III de Sobre el orador y más tarde por Quintiliano, de nuevo en sus Institutiones oratoriae (VIII, 1, 1). Esta configuración de un sistema comunicativo ajeno a la connotación, y por lo tanto a la subjetividad y a las posibilidades emotivas del idioma,  guarda una relación directa con lo que Emmanuel Godstein, el supuesto gran enemigo del Ingsoc y presunto fundador del grupo disidente La Hermandad, explica en su libro Teoría y práctica del colectivismo oligárquico, que leen Winston y Julia: “Se espera que todo miembro del Partido carezca de emociones privadas”[9].

Prestemos atención a una palabra de especial interés como “vidapropia”, que implica el individualismo y la excentricidad que demuestran quienes se sustraen a la colectividad buscando un espacio o un tiempo propios por pequeños y breves que sean. Una palabra así ejemplifica lo que Orwell explicó en sus “Principios de neolengua”, que constituyen el “Apéndice” de 1984, es decir, que el propósito de la neolengua “no era solo proporcionar un medio de expresión a la visión del mundo y los hábitos mentales de los devotos del Ingsoc, sino que fuese imposible cualquier otro modo de pensar”[10], especialmente gracias al uso de las palabras del vocabulario B, explícitamente pensadas “para imponer una actitud mental deseable en la persona que las utilizara”[11]. Esto nos hace fácil entender, volviendo a la condensación de significantes para la expresión de la bondad a la que antes nos referíamos, que palabras como “honor”, “justicia”, “moral” o “religión” desaparezcan en neolengua y que la posibilidad de expresar opiniones heterodoxas se haga casi imposible, pero también que los mecanismos de producción léxica, sintéticos en todas sus dimensiones, exijan que los nombres que designan organismos, grupos de personas  o doctrinas se acorten para facilitar su pronunciación. De esta manera, y entre varios ejemplos posibles, el Ministerio de la Verdad es el Miniver, y el Departamento de Archivos de este ministerio pasa a ser el “Deparch”, como es propio de los países y las organizaciones totalitarios, y el mismo Orwell nos refresca la memoria con términos como Gestapo en la Alemania nazi para referirse a la Geheime Staatspolizei (o sea, la Policía Secreta del Estado) o Comintern para referirse a la Internacional Comunista fundada por iniciativa de Lenin.

 

 

[1]Sigo siempre la versión española de 1984 de George Orwell publicada en Barcelona, Ediciones Destino, 1988, traducida por Rafael Vázquez Zamora. El fragmento citado está en las pp. 59-60.

[2]Op. cit., p. 206.

[3]Sigo la magnífica edición de Antonio Quilis en Madrid, Editora Nacional, 1980, p. 97.

[4]“Die Grenzen meiner Sprache bedeuten die Grenzen meiner Welt”. Sigo la edición bilingüe de Jacobo Muñoz e Isidoro Reguera en Madrid, Alianza Editorial, 2002, p. 143.

[5]Op. cit., p. 59.

[6]Véase mi antología El arte de hablar bien y convencer. Platón, Aristóteles, Cicerón y Quintiliano. Manual del orador, Madrid, Temas de Hoy, 2010 (reedición digital en 2017).

[7]Me ocupo del tema en mi artículo “El compromiso moral de la elocuencia en el humanismo español: Juan Luis Vives, Francisco Sánchez de las Brozas y Benito Arias Montano”, Oppidum, nº 1, 2005, pp. 199-216.

[8]Op. cit., p. 59.

[9]Op. cit., p. 206.

[10]Op. cit., p. 168.

[11]Op. cit., p. 173.

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