Por Luis Junco
Conozco a Agota Kristof desde que no hace mucho mi estimado amigo Emilio Gavilanes –excelente escritor y uno de los mejores lectores que conozco– me hablara de ella. Desde entonces he leído la trilogía El gran cuaderno, el conjunto de relatos No importa y La analfabeta, una breve e intensa biografía. Y como desde que se publicó en este blog El destino de las publicaciones he recibido, directa e indirectamente, comentarios de personas que escriben y que han sentido un cierto desaliento por lo que allí se comentaba, quiero transcribir aquí una buena parte de un capítulo de La analfabeta, en el que Kristof habla de su experiencia y que titula “Cómo hacerse escritora”.
En primer lugar, hay que escribir, naturalmente. Luego, hay que seguir escribiendo. Incluso cuando no le interese a nadie, incluso cuando tenemos la impresión de que nunca interesará a nadie. Incluso cuando los manuscritos se acumulen en los cajones y los olvidamos para escribir otros.
Al llegar a Suiza mis esperanzas de convertirme en escritora eran casi nulas. Es verdad que publiqué algunos poemas en una revista literaria húngara, pero las posibilidades de publicar mi obra quedaron allí. Y cuando, tras varios años de impaciencia, por fin conseguí acabar dos obras de teatro en francés, no sabía exactamente qué tenía que hacer, dónde enviarlas, a quién enviarlas.
Mi primera obra representada, titulada John et Joe, se presentó en una taberna, en el Café du Marché de Neuchâtel. Los viernes y los sábados, después de la cena, algunos aficionados organizaban allí “veladas de cabaret”. Así comienza mi “carrera” de autora dramática. El éxito de esta obra, representada durante varios meses, me proporcionó en aquella época una gran felicidad y me animó a seguir escribiendo.
Dos años más tarde, se estrena otra de mis obras en el Théâtre de la Tarentule, en Saint Aubin, un pueblecito de Neuchâtel. Los intérpretes también aficionados.
Mi “carrera” parece detenerse aquí y mis decenas de manuscritos envejecen lentamente encima de una estantería. Por suerte, alguien me aconseja que envíe mis textos a la radio, lo que supondrá el principio de mi otra “carrera”, la de autora radiofónica. Mis textos son interpretados, o mejor dicho, leídos, por actores profesionales y recibo auténticos derechos de autor. Entre los años 1978 y 1983, la Radio Suiza Francófona estrena cinco obras mías, e incluso tengo un encargo con motivo del Año de la Infancia.
Por lo tanto, no abandono el teatro. En el año 1983 acepto trabajar con la escuela de teatro del Centro Cultural de Neuchâtel. Mi trabajo consiste en escribir una obra a medida para quince alumnos. Este trabajo me gusta mucho, asisto a todos los ensayos.
En general, los cursos comienzan con todo tipo de ejercicios de expresión corporal. Estos ejercicios me recuerdan a los que hacía de pequeña con mi hermano o con una amiga. Ejercicios de silencio, de inmovilidad, de ayuno… Empiezo a escribir relatos breves sobre mis recuerdos de infancia. Ni se me ocurre que algún día esos textos breves se convertirán en un libro. Sin embargo, dos años más tarde, tengo encima de mi escritorio un cuaderno que contiene una historia coherente, con un principio y un final, como una novela de verdad. Todavía falta pasarla a máquina, corregirla, pasarla de nuevo máquina, eliminar lo que sobra, corregir aún más, hasta que considere que el texto es presentable. En ese punto tampoco sé muy bien qué he de hacer con el manuscrito. ¿A quién he de enviarlo? ¿A quién he de dárselo? No conozco a ningún editor, a nadie que pudiera conocer a uno. Pienso vagamente en las ediciones de l´Âge d´Homme, pero un amigo me dice: “Hay que empezar por los tres grandes, en París”. Me trae la dirección de las tres grandes casas editoriales: Gallimard, Grasset y Seuil. Hago tres copias del manuscrito, preparo tres paquetes, escribo tres cartas idénticas: “Señor director…”.
El día que lo llevo al correo, anuncio a mi hija mayor: “He acabado una novela”. Ella me dice: “¿Sí? ¿Y crees que alguien va a editártela?” Le contesto: “Sí, desde luego.”
Efectivamente, no tengo ninguna duda. Tengo la convicción, la certidumbre, de que mi novela es una buena novela y de que será publicada sin problemas. Así pues, me siento más sorprendida que decepcionada cuando, después de cuatro o cinco semanas, mi manuscrito regresa de Gallimard, y después de Grasset, acompañado por una carta de rechazo educada e impersonal. Me digo a mí misma que tengo que ponerme a buscar direcciones de otros editores cuando, una tarde de noviembre, recibo una llamada telefónica. Gilles Carpentier, de Éditions du Seuil. Me dice que acaba de leer mi manuscrito y que hace años que no leía algo tan bello. Me dice que lo ha leído por segunda vez y que piensa publicarlo (…)
Tres años más tarde, me paseo por las calles de Berlín con mi traductora, Erika Tophoven. Nos detenemos delante de las librerías. En los escaparates, mi segunda novela. En mi casa, en una estantería, El Gran Cuaderno, traducido a dieciocho idiomas.
Sí, hay ocasiones en que se consigue.
(Agota Kristof nació en Hungría en 1935 y a raíz de la represión de las fuerzas del Pacto de Varsovia a la Revolución Húngara del 1956, huyó del país con su marido y una hija de pocos meses. Cruzaron la frontera hasta Austria y luego pasaron a Suiza. Falleció en Suiza en el 2011.)
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La trilogía formada por El gran cuaderno, La prueba y La tercera mentira es una de esas obras maravillosas que todo lector está deseando encontrarse. La analfabeta es un ejemplo de cómo con muy pocas páginas se puede llegar a lo más alto. Es uno de los libros favoritos de nuestro amigo en gran escritor Joaquín Rubio Tovar.