Un náufrago en tiempos ágrafos
5 abril, 2019
Soneto de Tediato
23 abril, 2019

(El pasado 28 de marzo, en el Centro de Arte Moderno de Madrid, se presentó  “Concertar el desconcierto”, de Juan Luis Calbarro, con la participación de Santiago López Navia (editor), Jorge Rodríguez Padrón (escritor y crítico literario) y del propio autor.)

Transcribimos las palabras que pronunció de Jorge RODRÍGUEZ PADRÓN en el citado acto:

DESPUÉS DE LO DICHO, TAN BIEN Y CON TANTO pormenor, por Eduardo Moga en su prólogo, ¿qué queda para el presentador de un libro como éste que hoy nos reúne aquí? Una ventaja sí que tendrán todos ustedes: que yo evitaré cualquier redundancia, porque sobraría entonces mi palabra. Y como quiera que media una circunstancia, menos literaria sin duda, pero que quizá por ello me obligue a más, curioso habrá de resultarles, cuando menos, lo que yo acierte a decirles; si consigo hacerlo como es debido, claro. Tiene que ver con mi primer encuentro con Juan Luis Calbarro (Zamora, 1966), que fue en Puerto del Rosario (Fuerteventura). Yo había viajado a la fuerteventurosa isla de Unamuno para participar en algún encuentro literario organizado allí y Juan Luis me visitó en el hotel, interesado en que mantuviéramos una pequeña entrevista, para publicarla en Perenquén, la revista que dirigía por entonces. Ese fue el comienzo de una amistad que –aun desde la lejanía y desde los diversos lugares de residencia- hoy permanece; y, a lo que parece, bien consolidada. ¿Creerán que fue en Londres, en la estación Victoria, donde volvimos a encontrarnos años después? Él residía, por entonces, en Brighton, y había iniciado allí la aventura editorial que hoy continúa –siempre tan afanoso- desde Palma de Mallorca. Y puesto que, desde hace unos años, ejerce como profesor en Madrid, ocasión ha habido para algunos encuentros y éste de hoy viene a completar el recorrido que hemos hecho juntos, a través de ese territorio tan espinoso, pero siempre sugestivo, del oficio de la palabra y de la necesidad, más o menos urgente, de darla. Nunca le agradeceré lo suficiente que hiciera sitio, en Los papeles de Brighton, a mi Algunos ensayos de más (2014), libro que recoge una serie de textos en los cuales pretendo reflexionar sobre el qué y el cómo de este raro oficio.

    Concertar el desconcierto ha sido para mí, debo confesarlo, una sorpresa. Primero, porque nada me había dicho Juan Luis Calbarro acerca del mismo; pero también porque me ha venido a descubrir que hace más de veinte y cinco años que él está en esto: no es, por tanto, un recién llegado; y a través de lo que escribe (más allá de su poesía o de sus ensayos sobre arte) quiere –él mismo lo confiesa- determinar con claridad sus posiciones en tanto crítico literario… Cuando me entregó este ejemplar, que La Discreta ha publicado con su ya reconocido buen hacer, lo primero que me vino a la mente fue mi propia imagen de apasionado lector que buscaba dar cuenta de mí mismo en tanto escritor (esa petulancia del neófito) a través de constantes reseñas que pedían sitio en los suplementos de prensa y en las revistas de los años que fueron de 1963 a 1976, cuando se produjo mi primera desavenencia con lo que hacía. Con Juan Luis Calbarro, ahora, regreso a aquella situación; pero la diferencia de edad me descubre algunas cosas y me acompleja en las más; sobre todo, cuando me doy cuenta de cómo aborda nuestro autor las dos partes de su libro (“Aquí y ahora”, la primera; “Allí: el ayer, la modernidad y el hoy”, la segunda) que venían a ser, desde los años citados hasta 1984, cuando regresé a la vida pública de la escritura tras aquel lapsus de los años confusos y convulsos que mediaron desde 1976; que marcaron también -intentaba decir- el cambio que me propuse entonces, al leer mi tiempo y tratar de pensar en él.

     Reseñas, pues, lo primero. Un género que tantos recelos suscita siempre (desde fuera, sin duda; pero también desde dentro: a uno le queda la sospecha de estar escribiendo lo que otros quieren que uno escriba y no lo que uno debería escribir). Me costó mucho superar esto. Y ahora, como si nada, viene Juan Luis Calbarro y me enseña –ya tarde para mí- que el quid de la cuestión reside en la brevedad, en apuntar con ella a lo primordial; y hacerlo, a mayor abundamiento, sin presumir, sin guardarse en la manga el as de “la última palabra”: nos invita a leer con él; nunca impone su lectura. Y eso, lo confieso, yo no supe hacerlo. Calbarro deja hablar a los escritores y él, atento, reclama a su vez la atención de quienes (como yo, insisto) sabemos tan poco de lo que por ahí, por aquí y ahora mismo, se escribe. Lo peligroso, pero también lo venturoso, es que indaga por todas partes (narrativa o poesía; antologías o escrituras del yo) y que sabe mucho de las interioridades que, en uno u otro caso, es justo y necesario sacar a la luz. Le basta con una certera descripción de lo leído para deslindar, sabiamente, la cebada del centeno: ése su poder de síntesis tan singular. No habremos de perdernos ni una sola línea; en cualquiera de ellas -de buenas a primeras- surge la iluminación, porque todo cuanto dice nos alonga, siempre, un poco más allá de lo dicho. Juan Luis Calbarro nos muestra cómo se hace una reseña cuando no es para hacer bulto, o para servir de escaparate: nunca hace concesiones. Si se escribe con verdad, y así lo hace nuestro autor, la escritura es vida y ninguna otra cosa. No sólo se trata de presumir, ni de pretender que hablen de uno.

     De ese modo (segundo motivo para mi sorpresa), me deja, cara a cara, ante mi propio conflicto, a medida que leo estas páginas: o nos planteamos una alternativa como ésa cuando escribimos, o abandonamos: vincular el oficio a la actualidad –sea crítica, sea creación- es dar tres cuartos al pregonero de lo efímero que nos ahoga y que, mucho peor, nos deja sin habla. Así leo yo a Juan Luis Calbarro; así percibo el valor de su contundencia crítica. Porque no es, en modo alguno, lo que se lee habitualmente en el menudo reino de las reseñas: ¿vale la pena seguir amontonando palabras y palabras, sin más objetivo que llenar el espacio dado, o exigido, para que un libro (o, más bien, su autor) tenga visibilidad y… pare usted de contar? Éste, el reto que el propio Calbarro se propone afrontar, a medida que descubre en dónde se halla la verdad. Lo que decimos “ir al grano”, en román paladino. Voy a sólo dos ejemplos: “Hölderlin en Zamora”; hay que ver cómo lleva su reseña –apenas dos páginas escasas- hasta el final, para dejarnos allí exhaustos. Y “Titanes de barrio”; a mí, al menos, me ha permitido releer con nueva perspectiva esa novela, ejemplar en todos los sentidos, que es Calle Feria. Dos escritores (Máximo Hernández y Tomás Sánchez Santiago, respectivamente) a los que tanto admiro, porque lo son y porque están vivos en su obra y hacen… como si nada. 

     Concierto y desconcierto, en fin, el título y las dos partes en las que Juan Luis Calbarro, con muy buen tino, divide su libro. De un lado, pone orden a cuanto llega, apresuradamente y en tropel, movido por la agitación de la actualidad editorial; cuando asoman, por aquí y por allá, voces y escrituras diversas, consolidadas las unas, que piden ser atendidas las otras, en tanto recién llegadas. Y en segundo término, establece la lectura de un tiempo que es algo más que esa historia que siempre se nos ha contado; que precisa también la determinación de su espacio, y de la lengua literaria que le otorga su personalidad. En aquel 1984 mío, al cual me he referido, yo también quise ver en qué consistía todo eso, al margen de las coordenadas ya establecidas. Durante veinte años indagué por aquellas distancias y me acerqué interesado a las voces que podrían mostrarme el camino… De pronto, observo aquí que Juan Luis Calbarro dice, con su peculiar y atrevida contundencia, hasta dónde se debe ir allí para saber, y para ver con claridad las cosas. Con Lope de Aguirre y su notario Francisco Vázquez, completa un ensayo fundamental que abre aquel espacio en tanto prolongación del mundo, y que hace posible la escritura de ese mundo; también con Mariano Melgar leído a la luz de Carlyle, en una propuesta más que sugestiva. Por ahí había pasado yo entonces, aunque de largo, atraído (y distraído) por cómo sonaba (y qué decía) un español que respiraba de otra manera. Hablo, naturalmente, de la fundación –paralela- de las dos lenguas, las dos literaturas que América prohijó para ser ella misma.

     De aquel bullir de la primera parte (todo aquí y ahora, casi al mismo tiempo y sin pausa), concertado con buena mano rectora, por apaciguadora, Juan Luis Calbarro pasa, en esta segunda parte de su libro, a establecer el orden necesario y sucesivo, para que sepamos cómo se debe andar –demoradamente- por esa periferia y sus tiempos… Con su intervención, el concierto va sonando entonces como es debido, adquiere su tempo preciso. Yo sólo haré pausa en César Vallejo. Una vez más porque, con Vallejo me inicié yo, durante mis años universitarios de Madrid: aquel ejemplar gris de Poemas humanos, adquirido en los bouquinistes de la calle de la Princesa… Juan Luis Calbarro se detiene, muy inteligente, en las ideas del escritor peruano: su pensamiento cristiano en sacudida permanente y por qué, de ahí, la peculiar respiración de su escritura, “ese universo roto y doliente, pero completo y magnífico universo al fin, y un universo que me dice”. Calbarro conoce muy bien los caminos que transita el poeta de Santiago de Chuco, entre lo proletario y lo intelectual, con el pensamiento siempre por encima de las consideraciones técnicas… Pero no menos certero nuestro crítico cuando sitúa al viejo Walt Whitman junto al expansivo Darío, en el momento central de su concierto segundo: canto con que el primero quiere definirse; “eco del corazón del mundo” que nuestro nicaragüense reconoce en su propio corazón. Ambos, a una, abren el paso a la modernidad. Y nada extemporánea, entonces, aunque lo pueda parecer a los lectores menos avisados, la lectura que hace Calbarro de Bukowsky, en ese preciso y oportuno momento.

     Da entrada entonces, en su concierto, al desconcierto de esa voz mestiza (europea, de nacencia; americana de condición): lenguaje atroz o serenísimo barniz existencial; su recurso a la provocación, lo mismo irrita al buen burgués que asombra al adolescente poco avisado; o incluso desemboca en esa plazuela de la nada que es el éxito editorial… Un lenguaje sin salida, puesto que vacío de pensamiento, que cierra todo paso -una vez explotado hasta la saciedad- porque tantos creen que sólo éste es. Y, si no, pregunten a esos Chinaskin de salón que hemos de soportar (en ello estamos, a pesar de todo), crédulos en que sólo de ahí habrá de llegarles la salvación, tal repite sin cesar su profeta, ese monstruo que todo lo devora (en particular, el lenguaje) y que conocemos por el insoportable eufemismo de “sociedad de la información” o –más aséptico, si cabe- de “redes sociales”. Lo sorprendente (y desolador) es, cómo la lectura de Juan Luis Calbarro nos hace ver, que si –por una parte- Bukowsky, con sus estridencias, silencia la cultura occidental, ésta va y lo eleva a categoría de emblema de sus propias contradicciones, de las cuales ¿cómo lograremos salir? Lo ha visto muy bien Calbarro: Chinaski –escribe- es el espejo “que nos devuelve la imagen más humana, menos mentirosa de nosotros mismos”. Espero que se perciba la intención irónica de nuestro autor. Creo –y aquí arriesgo mucho; últimamente no ando muy fino- que Juan Luis Calbarro hace muy bien al precipitar el final de su concierto con esa breve sucesión de destrucciones: desde el “memoricidio” detectado en Fernando Báez hasta el rastreo clandestino de la existencia que Daniel Chavarría logra en su “refrescante lectura” negra; desde un Mori Posowy que nos desconsuela, a la espera de desplegar, “con ambición y aliento mayores, las mañas” que por el momento sólo se vislumbran en su escritura, hasta el sugestivo diálogo que José Barroeta mantiene con César Vallejo… En cualquier caso, todos ellos desde la misma urgida provisionalidad con la que corren en pos ¿de una palabra que sea verdad o de esa escritura de conveniencia con la que sólo aspiran a un personal reconocimiento? Para mí, éste el interrogante mayor que se nos abre al cerrar el libro de Juan Luis Calbarro. No se trata, por tanto, de un mero recopilatorio de reseñas, artículos y ensayos a los que –como el mismo autor dice- ha querido darles, en este libro, una segunda oportunidad. Quizá no haya sido muy consciente de ello; pero la perspectiva que adopta en sus lecturas nos permite reconocer la difícil encrucijada ante la cual nos hallamos quienes –lectores o escritores- aún creemos, y esperamos, que el oficio de la palabra sea una cosa seria y no esa infantil competencia para tener un lugar destacado en ese escaparate que llaman, con torpe neologismo, visibilidad. La lectura de Juan Luis Calbarro (la que hace y la que podemos hacer de él) nos anima y nos ayuda para salir de semejante enredo. Y habremos de hacerle mucho caso; insisto, sabe muy bien por dónde se anda.

1 Comment

  1. Juan dice:

    Muchísimas gracias por ser tan generoso, Jorge.

Responder a Juan Cancelar la respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *