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Por Santiago López Navia

He leído con auténtica delectación Los griegos y nosotros. De cómo el desprecio por la antigüedad destruye la educación del matemático e historiador de la ciencia Ricardo Moreno Castillo (Madrid, Fórcola, 2019). Es un librito tan breve como revelador y delicioso cuya lectura debería ser obligatoria para todos cuantos tienen algo que ver con la educación, y muy especialmente para los políticos de uno y otro signo que la retuercen y atormentan enarbolando la pretendida bandera de la innovación, como si esta fuese incompatible con los valores permanentes que sustentan la civilización y la cultura.

El autor canta con rigor y compromiso las verdades del barquero, empezando por algo tan aparentemente obvio y al tiempo tan olvidado como que nuestro tiempo actual solo tiene sentido a través del precedente, de modo que la historia del mundo, como dice literalmente Moreno Castillo, es un palimpsesto en el que cada época se escribe sobre la anterior. También pone el dedo en la llaga cuando recuerda que invocar la pretendida utilidad de los contenidos para poner de relieve la inutilidad de los saberes clásicos implica ignorar que el saber es un importante valor en sí mismo, y para dejarlo suficientemente claro sostiene con rotundidad que “quien no entienda el saber como un valor, que no se haga profesor” (p. 42). Por otra parte, se lamenta por el diálogo de sordos que ha sido siempre el que mantienen (o más bien no mantienen) las personas cultas y las ignorantes y que muchas veces han sido las segundas las que han sentado plaza de reformadoras, y para ilustrarlo cita, entre otros autores, a André Compte-Sponville cuando dice que “solo si somos culturalmente conservadores podemos ser políticamente progresistas” (p. 48).

Moreno Castillo también nos recuerda que la competencia de aprender a aprender (cuya relevancia, por cierto, suscribo sin reservas) no se opone a las bondades resultantes de la adquisición de contenidos y que la pretendida dicotomía entre inteligencia y memoria carece del menor fundamento, desde el momento en que solo un conocimiento general suficientemente sólido, en el que la memoria es fundamental, hace posible el desarrollo de un juicio crítico. Todo esto implica asumir la pertinencia educativa de un esfuerzo bien entendido, porque la educación no puede ser connaturalmente libre toda vez que la ley la convierte, precisamente, en obligatoria, y que no es lo mismo –entiéndase bien– educar en libertad que educar para la libertad, verdadero objetivo de todo educador. En todo este panorama las lenguas y la cultura clásicas son fundamentales y si seguimos empeñados en arrumbarlas acabaremos pagando las consecuencias y seremos, muy probablemente, garantes de la barbarie. Por eso no es casual, ni mucho menos, que el autor diga que “si se leyera más a los griegos no se escribirían tantas tonterías” (p. 106).

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