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Por Luis Junco

“Sé que me expreso de forma sencilla, incluso podría decir que lo que te digo es simple. Pero esa novela me ha hecho vibrar. Es lo más cercano a lo que siento. Hay lecturas con las que sintonizo y que me agitan como un terremoto y otras con las que apenas siento nada.” Esto, que me escribe una persona a propósito de una lectura que compartimos, a mí no me parece simple. Creo que hay una fundamento que merece ser considerado y que me lleva a escribir esta entrada, a riesgo de que el resultado también pueda juzgarse una simpleza. 

Y es que lo que decía esta persona a propósito de su estado de ánimo me llevó a compararlo con el fenómeno físico de la resonancia. Es bien sabido que muchos sistemas físicos vibran ante una perturbación externa. El ejemplo típico es el de la cuerda tensa y sujeta en sus dos extremos. Una ligera perturbación la lleva a salir de su estado de reposo y a oscilar, arriba y abajo, con un ritmo que se denomina la frecuencia natural del sistema y una amplitud que es la altura de la cresta de la oscilación. Hay muchos ejemplos de sistemas físicos vibratorios. Además del ya señalado de la cuerda, un columpio -y cualquier péndulo- es un sistema de estas características. Un poste, un rascacielos o un puente, también lo son. 

El interesante fenómeno de la resonancia se produce cuando a uno de estos sistemas vibratorios se le aplica (o es afectado por) una fuerza igualmente oscilante. Por ejemplo, un terremoto o el viento, que sopla con frecuencias e intensidades diferentes. Cuando eso ocurre, la oscilación natural del sistema y la de la perturbación interfieren: las crestas y valles de la oscilación de uno se suman o restan con los de la otra y el resultado se puede hallar matemáticamente. Las amplitudes resultantes se obtienen de una fórmula en la que en el denominador aparece la diferencia entre la frecuencia natural del sistema y la frecuencia de la perturbación. Según la fórmula, cuando la diferencia entre ambas frecuencias es pequeña, digamos 0,1, el resultado sería que la amplitud de la cresta de oscilación del sistema se multiplica por 10. Si esta diferencia fuera aún más pequeña, por ejemplo 0,001, la amplitud resultante de la oscilación del sistema se multiplicaría por 1000. Y en el caso hipotético de que ambas frecuencias coincidieran, el resultado sería como dividir una cantidad por cero. La amplitud sería infinita. Se dice que el sistema ha entrado en resonancia. El 7 de noviembre de 1940, en el estado de Washington, el llamado puente de Tacoma, de 1600 metros de longitud y que se había inaugurado cuatro meses antes (en aquellos momentos el tercer puente más largo del mundo), se derrumbó, no a causa de la intensidad del viento reinante (apenas 65 km/h), sino porque la frecuencia del viento entró en resonancia con la frecuencia natural del puente. 

La pregunta (atrevida, ya lo sé) que me hago es: ¿hay sistemas neuronales en nuestro cerebro que funcionan como sistemas vibratorios? Si así fuera, habría una frecuencia natural de nuestro cerebro que podría interferir con las oscilaciones propias de una narración y producir resonancia. 

Hay un verbo, conmover, que procede del latín, commovere, y que viene a significar alterar, perturbar, oscilar fuertemente.

¿Cuántas veces no nos hemos conmovido al escuchar una melodía, al mirar un cuadro, al leer un poema? 

“Esa novela me ha hecho vibrar. Es lo más cercano a lo que siento”, sería algo más que una simpleza. 

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