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Por Luis Junco

Hace unos días decidí acompañar a MJ, mi compañera, a la piscina municipal. Mi intención era pasear por la zona, mientras ella nadaba, y leer otro rato. 

Aparcamos junto al recinto municipal, que está pegado a un colegio de primaria, y lo primero que nos llamó la atención fue el fuerte sonido que venía del exterior. Provenía del patio del colegio. Era la hora en que, después de comer, los niños aguardan ser recogidos por sus padres, y los responsables educativos habían decidido que la mejor manera era “ambientar” la espera con música. Pero el volumen era tan elevado, y la música tan estridente, que ya fuera del coche MJ y yo teníamos que comunicarnos a gritos. Ni pensar en ponerme a leer en las proximidades mientras la esperaba, claro, así que opté por alejarme lo más posible y pasear.

Es un pueblo de la sierra madrileña y la naturaleza está a la vuelta de la esquina, pero para evitar el sonido de la música discotequera tuve que alejarme más de un kilómetro. Al fin hallé un sendero que rodeaba un extensa finca separada del camino por un muro de piedra. Contra el fondo de montañas nevadas de la sierra, dentro de la finca había encinas, jaras, comenzaban a florecer los lirios del campo y en la arboleda podían distinguirse pájaros de varias especies -pinzones, mirlos, petirrojos, herrerillos, verdecillos, currucas- que en este tiempo inauguran su época de celo y anidamiento. Desde unos álamos cercanos se puso a cantar un ruiseñor. Estaba como en otro mundo. Todo invitaba a la contemplación y a la ensoñación. Pero también al propósito con el que había salido. Me senté en el murete de piedra, saqué el libro y me puse a leer. “Un multiverso que emerge”, de David Wallace. 

Así estuve como media hora, tiempo en el que, pasando por el sendero a mis pies, contabilicé un total de cuatro viandantes. Una pareja de jóvenes, que caminaban juntos pero sin despegar la vista de sus respectivos móviles; un señor ya mayorcito que llevaba cascos y hablaba con su interlocutor virtual a voz en grito; y una chica joven, también con auriculares, que debía estar escuchando música.

Se me hacía tarde, así que dejé aquel momentáneo oasis y volví a la civilización. La música seguía a todo trapo y, para colmo, durante un largo minuto, compitió en estridencia con el sonido de una sirena tipo fábrica que también salía del recinto colegial. Me fijé que ya casi no había niños en el patio, pero la música no cesaba, inmisericorde. Mi compañera ya me esperaba junto la coche. “Qué, ¿te ha cundido la lectura?”, me gritó, más que preguntarme. Para evitar gritarle yo también, solo levanté el pulgar y me metí en el coche. Ya dentro le contesté: “Te lo diré en otro lugar y de otra forma”. Está acostumbrada a mis excentricidades.

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