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Me llegó el libro Visita de año nuevo, del escritor alicantino Antonio Moreno, que edita con su habitual sabiduría y buen hacer Javier Castro en Newcastle Ediciones, y me bastó abrirlo para leérmelo de un tirón. Y no sé determinar en qué momento de la lectura me vino a la cabeza otro libro y otro autor, alejados en el tiempo y en la distancia al que ahora tenía en las mano. El irlandés C. S. Lewis y su Una pena en observación, publicado en 1961.
La conexión era evidente. Ambos libros tienen que ver con la pérdida de un ser querido. Antonio Moreno la de su madre, con quien estuvo muy unido toda la vida. Lewis la de su esposa, Joy Davidman, una joven americana de 32 años de la que se enamoró perdidamente cuando él ya rondaba los sesenta, una relación que apenas duró pues ella falleció de cáncer óseo después de tres años de casados. Los dos autores buscan respuestas, algún sentido, consuelo y una comunicación con el ausente que vaya más allá de las propias palabras.

Antonio Moreno lo expresa claramente en los primeros capítulos.
Anoche resolví también que hoy te escribiría. Y por extenso, cumplidamente, sin escatimarte las horas como con mil pretextos solía hacer en mis visitas. Será una forma de prolongarnos, de volver a ti, a nosotros. Y esta vez con el necesario egoísmo y el aislamiento de que necesita rodearse la escritura.
Será también una forma de concluir, al fin, una vieja promesa que te hice siendo yo aún muy joven. Lamentabas tu escasa formación, tu falta de mayor cultura. “Querría haber tenido unos estudios, haber hecho algo valioso, escribir un libro”, dijiste en cierta ocasión. “Yo lo haré por ti”, te di mi palabra en el acto. Te emocionaste.
Es ya hora, pues, de estar contigo, de llevar a cabo aquel lejano ofrecimiento. Puede que tú lo olvidaras. O que acaso creyeras, equivocadamente, que yo lo había cumplido.
C S. Lewis, que se convirtió al cristianismo en su juventud por la influencia de su amigo J. R. R. Tolkien y fue fiel a su creencia hasta el final (falleció en 1963, este fue su último libro), expresa su rabia por la pérdida y su rebelión:
“Porque ella ahora está en las manos de Dios”. Pero si esto fuera así, tendría que haber estado en manos de Dios todo el tiempo, y yo he sido testigo del trato que esas manos le dieron en la tierra. ¿Van a volverse más cariñosas para nosotros justo en el momento en que nos escapamos del cuerpo? ¿Y por qué razón? Si la bondad de Dios no es consecuente con el daño que nos inflige, una de dos: o Dios no es bueno, o no existe; porque la única vida que nos dado conocer nos golpea hasta grados inimaginables, nos hace un daño que supera nuestros más negros presagios. Y si Dios es consecuente al hacernos daño, puede seguírnoslo haciendo después de muertos de una forma tan insoportable como antes.
A veces resulta difícil no decir: “Dios perdona a Dios”.
¿Y el consuelo? ¿Qué puede depararlo? ¿La creencia religiosa? ¿La escritura?
Hacia el final de Visita de año nuevo, Antonio Moreno escribe:
Te adivino a mi espalda, leyendo -escuchando- cuanto digo aquí según lo voy escribiendo. Pretendo que me entiendas fácilmente, pese a que contigo ahora ya no haga falta: la verdadera comprensión, el discernimiento absoluto, jamás ha tenido que ver con el mundo de los vivos.
Y en el capítulo 4 y último de Una pena en observación, Lewis nos habla de una experiencia que tuvo durante su duelo y que en cierta medida le deparó consuelo:
Lo que hace que la experiencia de anoche merezca ser registrada es su calidad, no por lo que prueba sino por lo que fue en sí misma. Estuvo en realidad sorprendentemente exenta de emoción. No fue más que la impresión de que su intelecto se enfrentaba momentáneamente con el mío. El intelecto, no el alma, tal y como solemos concebir el alma. En el fondo, todo lo contrario de lo que nos mueve el alma, de lo conmovedor. Algo que no tiene nada que ver con la reunión arrebatada de los amantes. Mucho más parecido a lo sería recibir una llamada por teléfono o un telegrama de ella para resolver una cuestión práctica. No porque encerrase ningún mensaje, simplemente inteligencia y atención. No entrañaba sensación de alegría ni de tristeza. Ni siquiera amor, tal como se entiende comúnmente. Ni desamor tampoco. Nunca, bajo ningún estado de ánimo, pude imaginarme que los muertos fueran tan al grano. No obstante, se produjo una suprema y jubilosa intimidad (…) Viniese donde viniese, ha operado en mi mente una limpieza a fondo. Los muertos puede que sean eso: puro intelecto.

Pero a mi entender, aún hay otro aspecto que hermana a estos dos autores y refljeja su particular manera de afrontar la pérdida. Y es lo que C.S. Lewis describe en su libro autobiográfico Surprised by Joy -que yo escojo traducir por Cautivado por el éxtasis- y que tiene que ver con el especial relieve que experiencias de su infancia y primera adolescencia imprimieron en su espíritu. Él narra tres de esos “arrebatos” de su infancia -uno que tuvo que ver con el sencillo juguete que fabricó su hermano mayor, y los otros de dos de fragmentos de lectura de dos de sus libros juveniles
Lo denomino “Joy”, que es un término técnico que debe distinguirse claramente de felicidad y placer. “Joy” (en mi versión) tiene en realidad una característica, y solo una, común con aquellas palabras; el hecho de que cualquiera que la haya experimentado querrá experimentarlo de nuevo. Aparte de eso, y considerada solo en su cualidad, podría casi igualmente denominarse un particular tipo de infelicidad o pena. A pesar de ser de un tipo que se desea. Dudo que alguien que la haya experimentado una vez hubiera podido cambiarla por cualquier otro placer de este mundo. “Joy” no es algo que podamos obtener a voluntad, y el placer en muchas ocasiones sí.
No sé mucho de la infancia de Antonio Moreno, pero sé que escribió sobre ella en otro de sus libros, que quiero leer: El sueño de los vencejos. Apuesto a que en él también hallaré rastros de ese “éxtasis” que arrebatara tantas veces a C. S. Lewis.