José María Castroviejo, Los paisajes iluminados (Barcelona: Destino, 1963)

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José María Castroviejo, Los paisajes iluminados (Barcelona: Destino, 1963)

Por Emilio Gavilanes

 

El artículo de periódico más bonito que he leído en mi vida fue una tercera de ABC, de hace muchos años, escrito por el mismo José María Castroviejo, que se titulaba igual que este libro, “Los paisajes iluminados”. Terminaba con una cita de Swinburne en la que se refería al mar como el lugar en el que al viento le brillan los pies.

Hace tiempo que tenía ganas de leer este libro. Yo ya había leído unos cuantos libros de Castroviejo (Memorias de una tierra, Las tribulaciones del cura de Noceda, La montaña herida…). Me gustaban, sí, pero tampoco me parecía que eran para tirar cohetes. Esto ya me ha pasado más veces con otros autores o autoras. Has leído cosas de ellos que no te han dejado mucha huella y de repente lees uno que te deslumbra y te obliga a volver a leer todo lo que ya habías leído, ahora a la luz de esa nueva lectura. Es como la puerta que te permite entrar en la obra de ese autor y verla toda desde el ángulo adecuado, y todos sus libros a partir de entonces te parecen extraordinarios, indispensables.

Cunqueiro hablaba muy bien de este libro. Pero Cunqueiro era muy amigo de Castroviejo (de hecho, firmaron juntos un libro famoso de caza y de cocina; y Castroviejo menciona a su amigo dos veces en este libro), por lo que su juicio había que mantenerlo en suspenso. Pero no. Cunqueiro no exageraba en absoluto. Para mí este libro ha resultado ser otra de esas obras maestras escondidas de la literatura española.

José María Castroviejo nació en 1909 en Santiago de Compostela, pero pasó su infancia en su querida tierra del Ulla (de donde procede nuestro amigo el discreto Juan Varela-Portas), a la que canta muchas veces a lo largo de este libro: “esa maravilla de amor, de gracia y de armonía que es el paisaje del Ulla”, dice en algún momento. Muy joven se afilia a Falange y lucha durante la Guerra Civil en el bando nacional. Recuerdo haber leído hace mucho sus libros de poesía juveniles un tanto desconcertado, pues entre las formas vanguardistas a veces se colaba un espíritu revolucionario que reivindicaba la hermandad con los obreros bolcheviques. Él además alguna vez se calificó a sí mismo como anarcocarlista, algo que suena un tanto valleinclanesco, más literario que político. Por otra parte, durante su entierro (en 1983, en Tirán, península del Morrazo, adonde se había retirado a vivir tras abandonar su plaza de profesor) algunos de sus adversarios ideológicos tuvieron palabras muy elogiosas hacia él, lo que quiere decir que su postura política no debió de ser muy fanática o intolerante.

El libro está compuesto de una sucesión de textos independientes, los primeros claramente narrativos (relatos), a los que poco a poco van siguiendo textos descriptivos, o contemplativos, o reflexivos (algunos son miniaturas de ensayos de Montaigne, como el que dedica a uno de sus amigos más humildes), o interesados en asuntos de actualidad, pero siempre con un gran componente lírico y con una calidad literaria muy alta, escritos en una lengua sabrosísima, a medio camino entre Valle Inclán y Cunqueiro, llena de hallazgos estilísticos, un festín. Como él dice de Gracián, es la obra de un jardinero del idioma.

Empieza con dos relatos de tema marinero, stevensonianos, magníficos, para después pasar a los espectros (salen el de Einstein y el de Rasputín, por ejemplo), a la Santa Compaña, a los demonios en forma de gatos, a los lobos que acompañan a los caminantes, a las almas que encarnan en cuervos, temas propios del mundo gallego tradicional, al que poco a poco va dedicando páginas y páginas de exaltación: canta al sol de las romerías, a la fiesta de la Ascensión, al caballo (empujado al matadero por el coche[1]), a la muiñeira, al Tambre, a las tabernas de Santiago, a lo céltico que aún late en Galicia, a los oficios que están desapareciendo (afiladores, capadores, aguardenteiros…). Parece que está metida toda Galicia en este libro. Pero no todo es local. También trata temas más universales, digamos: se lamenta por la muerte del Mito en favor del Pragma, hace el elogio de los balnearios (afirma que el Imperio Romano estaba sostenido en los balnearios), canta a la primavera -cómo no-, pero también al otoño y al invierno, a los grandes vientos, a la Luna, a la tronada (qué maravillosa descripción), o a las más pequeñas cosas: las pavías, las fresas, las peras urracas, la becada… La naturaleza protagoniza muchas de sus páginas, en las que cuenta numerosos episodios de su vida, en una especie de memorias líricas.

A medida que avanza el libro va habiendo más páginas de reflexión, menos narración y menos contemplación extática. Por ejemplo, una de sus grandes preocupaciones, a la que vuelve una y otra vez, es la polución y los dramáticos cambios en el clima, de todo lo cual culpa al mundo moderno, mecanizado, amoral.

Dos de las obsesiones que atraviesan el libro de principio a fin son la literatura francesa, que demuestra conocer bien, especialmente la poesía, y la caza, la caza siempre está presente. De hecho, dice que él tiene las tres C: católico, carnívoro y cazador. Sus recuerdos de caza le sirven lo mismo para ejemplificar el derrumbe de las ilusiones que la felicidad de la infancia (recuerda cuando caza su primer conejo, con diez años, y cómo se siente tan eufórico cuando le felicita su padre que está a punto de pedirle un cigarro). Por la caza nos enteramos de los problemas teológicos que plantearon el rodaballo y los patos negros, pues mucho discutieron las jerarquías eclesiásticas la naturaleza de su carne, si era cuaresmal o no. Y esto nos lleva a señalar que su visión de la vida es profundamente religiosa. Dedica uno de los artículos a comentar el caso de un magnate norteamericano que convoca un concurso de pintores para ver quién pinta el mejor cuadro con un Cristo sonriente, y a él eso, un Cristo sonriente, le parece anticristiano, pues en cierto modo supone una aspiración a la supresión del mal, del dolor y del pecado, cuando el fundamento del mundo es el dolor y la muerte.

En las últimas páginas hay un recuerdo de la guerra en la que combatió y pone en boca de uno de los personajes un elogio de la guerra como escuela de la vida, y lo que así dicho nos puede parecer aborrecible, en el texto resulta un fragmento emotivo y conmovedor.

Quizá he hecho demasiado hincapié en enumerar los temas que trata, pero no quiero que se pierda de vista que el gran valor del libro no está tanto en lo que dice (que también) como en lo bellamente que lo dice, en la lengua tan fina y matizada que emplea. El libro es una especie de pantonera de la lengua, un muestrario de voces, de adjetivos, de expresiones, en el que están todos los matices, todas las sutilezas del idioma para expresar las cosas más delicadas.

 

[1]Esto me recuerda que en los años 50 Robert Graves escribió un prólogo en el que decía que Hungría era el país con más poetas por habitantes del mundo, y eso era porque no habían eliminado a los caballos de la vida diaria, en la que seguían muy presentes, ni había desaparecido el amor por la Luna, los dos grandes emblemas de la Diosa.

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