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Por Luis Junco

 

En la víspera del ataque a Pearl Harbour, John Wheeler trabajaba con su alumno Richard Feynman en lo que éste había bautizado como “suma de todas las historias”. En física cuántica, para calcular cómo algo que ocurre en A afecta a lo que está en B, tienes que sumar todas las alternativas físicamente posibles, aun las más peregrinas. Solo así hallas el resultado correcto. Es como si todas las historias posibles que van de A a B se produjeran al mismo tiempo. Y nos dice Wheeler que tan maravillado quedó con este resultado descubierto por Feynman, que de inmediato decidió acercarse a la casa de Einstein para contárselo. Después de pasar veinte minutos en su estudio dándole cuenta de este asombroso comportamiento de la realidad, Wheeler concluyó: “Profesor Einstein, viendo la mecánica cuántica desde esta nueva perspectiva, ¿no le parece completamente razonable aceptar la teoría?”

 

Einstein estuvo un rato digiriéndolo. “Todavía no puedo creerme que Dios juegue a los dados”, contestó. Y después de una pausa, añadió: “Creo que me he ganado el derecho de mantenerme en mis errores.” Einstein, como él mismo dijo en una ocasión, podía ser más terco que una mula. Así que, una vez más, no hubo manera de convencerlo de que, en su fundamento, la mecánica cuántica era correcta.

 

Aquel ataque de la Armada Imperial japonesa a Pearl Harbour, el 7 de diciembre de 1941, supuso el fin de muchas de las especulaciones teóricas de los físicos de la época. Y la mayoría de los que trabajaban en Princeton quedaron comprometidos con lo que se conoció como Proyecto Manhattan, cuya finalidad era conseguir la bomba atómica. Como director del proyecto se nombró al americano de origen judío Robert Oppenheimer, físico brillante pero de indescifrable personalidad. A John Wheeler, por sus conocimientos de la fisión nuclear, se le encomendó el diseño de un reactor de producción de plutonio, en estrecha coordinación con tres físicos húngaros de origen judío: Edward Teller, Eugene Wigner y Leo Szilárd. Los tres habían emigrado a América huyendo de Hitler, y si el trato de Wheeler con Teller y Wigner acabó en una amistad para toda la vida, con Leo Szilárd resultó muy complicado a causa de sus excentricidades. Con 43 años, era soltero, vivía en habitaciones de hotel (que cambiaba muy a menudo), dormía en horas muy poco habituales y en cualquier momento decía que necesitaba darse un baño, menester al que dedicaba un mínimo de dos horas. Manías y extravagancias que sabía contrapesar con una destreza e ingenio poco habituales para las matemáticas y la física nuclear. A él se le encomendó la obtención del grafito puro como moderador para la reacción en cadena.

 

(Wigner, Teller y especialmente Szilárd fueron los promotores de la carta a Roosevelt de 1939, que, firmada por Albert Einstein, recomendaba al presidente norteamericano la fabricación de la bomba atómica. Una carta de la que Einstein luego se arrepentiría, al comprobar los devastadores resultados de las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki.)

 

Por parte alemana, la dirección del proyecto de obtener la bomba de fisión se le encomendó a Werner Heisenberg, a quien John Wheeler había tratado en el Instituto Nórdico de Copenhague, en 1935, cuando ya era bien conocido por el Principio de Incertidumbre de la mecánica cuántica.

 

Y en esta acelerada carrera entre los dos bandos por obtener antes la bomba, los detalles y una buena dosis de suerte siguieron jugando papel determinante. Uno de los detalles tuvo que ver con que una buena parte de los físicos alemanes más capacitados eran judíos y habían huido de Alemania para apoyar a las fuerzas aliadas. Otras tuvieron que ver con el desarrollo del proyecto.

 

Por ejemplo, que mientras Wheeler y Bohr habían llegado a la conclusión de que “el moderador” (elemento para disminuir la velocidad de los neutrones y producir la reacción en cadena) podría ser el agua pesada (óxido de deuterio) o el grafito, el equipo de Heisenberg consideró que este último (el grafito) era  inadecuado. La diferencia es que el agua pesada es mucho más difícil de obtener y a un precio mucho más elevado que el grafito. Se produjo entonces una tremenda lucha por obtener las reservas de agua pesada que había en Europa, con secuencias que recuerdan a las de las películas de intriga.

 

En 1942, el jefe militar del Proyecto Manhattan, el general Leslie Groves, planea un ataque a la planta más importante de producción de agua pesada de Europa, en Vermok, Noruega, que ya había sido ocupada por los alemanes. Pero en el primer intento, a causa del mal tiempo, el avión que llevaba a 34 paracaidistas británicos, se estrelló. La mayoría murió en el accidente y los supervivientes fueron asesinados a sangre fría por los alemanes. En un nuevo intento en marzo de 1943, seis paracaidistas noruegos consiguieron contactar con otro comando de cuatro combatientes que habían llegado cuatro meses antes y dinamitaron la planta.

 

Antes, en 1940, el teniente Allier, del ejército francés, había conseguido hacerse con los 185 litros de agua pesada que había en Noruega, la mayor reserva de este material del mundo. Lo había metido en varios depósitos y los había enviado en dos vuelos, uno a Amsterdam y el otro a Escocia. El de Amsterdam fue interceptado por la Luftwaffe, pero los depósitos estaban vacíos. El vuelo a Escocia llegó a su destino. De ahí y en un trayecto con lances de película de acción, llegó a Francia y desde ahí se envió a Montreal.

 

Todos estos detalles impidieron a los alemanes obtener la bomba antes que los aliados. Pero hubo otra causa, que sigue manteniéndose en el mayor de los misterios. Y tiene que ver con la actitud del jefe del proyecto alemán, Werner Heisenberg.

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