Por Luis Junco
Creo que no es exagerado afirmar que en el primer tercio del siglo veinte se produjo una revolución, tanto en las Artes como en las Ciencias, que cambió radicalmente nuestra visión de la realidad. En el campo de la Física Teórica, la figura de John Archibald Wheeler (1911-2008) siempre se ha presentado como la de un actor secundario, seguramente porque le tocó vivir en la época dorada de Albert Einstein, Niels Bohr o Werner Heisenberg. Para muchos, sin embargo, fue un hombre esencial, casi imprescindible, en los grandes logros y descubrimientos realizados por aquellos monstruos teóricos que le rodeaban. A mí me gusta compararlo con Pepín Bello, aquel escritor sin obra de la generación del 27 que sin embargo sirvió de amalgama e inspiración entre Alberti, Lorca, Dalí, Buñuel. El papel de John A. Wheeler fue similar. Conoció, trató, colaboró con los más grandes físicos de la época, participó en los grandes debates de la época y sirvió de puente entre los que, por mal carácter o soberbia, no sabían tratarse. Fue tutor de Richard Feynman (descubridor de la teoría cuántica del campo electromagnético) y de Hugh Everett (autor de la Teoría de los Muchos Mundos).
En el año 2000, cuando ya tenía 89 años, Wheeler escribió Geons, Agujeros negros y espuma cuántica: una vida dedicada a la Física, que es en realidad un libro de las memorias de su larga y fecunda existencia, y que, como su vida, ha pasado desapercibido. (No tengo constancia de que se haya traducido al español.)
Comentar debidamente el libro llevaría escribir muchas páginas, así que solo me centraré en los años próximos a la Segunda Guerra Mundial, cuando él no había cumplido los treinta años, y su participación en el proyecto Manhattan.
En enero de 1939, John A. Wheeler, que tenía 27 años y trabajaba en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton (en donde también trabajaba Albert Einstein), coincide en el puerto de Nueva York con el físico italiano Enrico Fermi y su esposa Laura. (El año anterior Fermi había recibido el Premio Nobel por sus trabajos sobre radioactividad.) Los tres acudían a dar la bienvenida a Niels Bohr, que venía de Copenhague a dar unas conferencias en el Instituto. Niels Bohr tenía 54 años, también había sido Premio Nobel de Física en 1922, pero, curiosamente, era más conocido entre los daneses por haber sido el portero de la selección nacional de fútbol que había participado en los Juegos Olímpicos de 1908. Wheeler le conocía porque había estudiado y colaborado con él en el Instituto Nórdico de Física, que, bajo la dirección de Bohr, se había convertido –permítaseme la comparación, ya que antes la he aludido– en lo equivalente a lo que supuso la Residencia de Estudiantes para la generación del 27: un lugar de encuentro, intercambio de ideas, debate de físicos de todo el mundo. Y nos cuenta Wheeler que en aquel encuentro en el puerto de Nueva York del matrimonio Fermi y él mismo con Bohr, enseguida se dio cuenta de que más allá de la habitual cordialidad del físico danés había alguna idea que le atosigaba y que seguramente había estado rumiando durante todo el viaje. No se equivocaba. Niels Bohr se la ocultó a Fermi, pero no a John A. Wheeler. Nada más llegar a Nueva York, le pidió ayuda para poner en orden lo que había estado conjeturando sobre la fisión nuclear.
(Recordemos que la fisión nuclear es el proceso por el que el núcleo atómico de un elemento pesado se divide en otros más ligeros. La diferencia de masas del núcleo original con los que resultan de la división se transforma en energía según la famosa ecuación de Einstein: E=mc2 )
Las ideas que rumiaba Niels Bohr en su viaje en barco hasta el puerto de Nueva York provenían de lo que le había contado un físico alemán de origen judío, Otto Frisch, que había huido de la Alemania nazi y había recalado en el Instituto de Copenhague. Allí, Frisch le contó a Bohr que su tía, la física Lise Meitner, antes de huir a Suecia, había trabajado en Berlín con los físicos alemanes Otto Hahn y Fritz Strassmann, quienes bombardeando uranio con neutrones habían obtenido bario, un elemento más ligero. Otto Frisch y su tía habían llegado a la conclusión de que se había producido una fisión nuclear.
Con estos datos y trabajando aquellos días en Princeton con el modelo de Bohr de “la gota líquida” (que consideraba el núcleo atómico como una gota de fluido incompresible), Wheeler y el físico danés confirmaron no solo que se había producido la fisión, sino que ésta sería mucho más probable utilizando el isótopo de uranio 235. También llegaron a la conclusión de que para conseguir una reacción en cadena solo serían efectivos neutrones “lentos”, por lo que había que reducir la velocidad de los que se emitían como resultado de la primera fisión. Y que esto podría conseguirse utilizando “un moderador”, un elemento que frenara la aceleración de los neutrones. Este elemento podría ser el grafito. La noticia de la fisión nuclear se difundió desde Princeton como la pólvora. Empezaba la carrera por conseguir la bomba atómica antes que los alemanes.
Añade John Wheeler, que tanto él como Niels Bohr ya sabían que unos años antes, en 1934, una química alemana, Ida Noddack, estudiando los resultados de los experimentos de Enrico Fermi (que bombardeaba diversos elementos químicos con neutrones), había sugerido que el físico italiano (a quien Bohr había ocultado sus ideas sobre la fisión cuando le recibió en el puerto de Nueva York) había conseguido la fisión nuclear. Pero la condición de mujer de Ida Noddack hizo que no se la tomara en serio.
Dice Wheeler:
Viéndole en retrospectiva, la ceguera de los físicos y químicos hacia la fisión en la mitad de los años 30 podría considerarse una bendición. Si los científicos de Alemania hubieran seguido las indicaciones de Ida Noddack, seguramente hubieran sido los alemanes y no los aliados los que hubieran conseguido la primera bomba atómica. La Historia podría haber sido diferente.
3 Comments
Una de las ideas que surgen leyendo tu entrada, Luis, es inquietante. Y es que la historia que ya está escrita y que nos parece que es «como debería de haber sido», en realidad dependió de pequeños detalles. Como unos pocos años de retraso de los físicos alemanes en la consecución de la fisión nuclear. Debería hacernos reflexionar sobre lo que aún no es historia: nuestro presente.
Hemos llegado a la misma conclusión, David, tan sugerente como desasosegante. Porque, gracias a Manrique, sabemos ya que «si juzgamos sabiamente, / daremos lo no venido / por pasado»; pero sería bueno que aprendiéramos también a dar lo no pasado por venido, y a extraer de ahí las enseñanzas pertinentes.
Tenéis razón los dos. La impresión que me quedó al leer el libro es ésa, que la Historia está llena de pequeños detalles susceptibles de cambiarla. En la continuación de la entrada comentaré otros detalles parecidos. Pero también subyace una pregunta, además muy relacionada con las teorías que defendían Wheeler y Feynman: ¿Y si todas las alternativas posibles se producen en realidad?