Magdalena Lauret, “Una mujer en la U. R. S. S.” (Madrid: Espasa Calpe, 1934)

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Magdalena Lauret, “Una mujer en la U. R. S. S.” (Madrid: Espasa Calpe, 1934)

Por Emilio Gavilanes

 

Interesante libro, testimonio de una mujer “corriente” (aunque no he conseguido averiguar nada de ella en internet, tampoco debía de ser una mujer demasiado corriente, pues cuenta que está acostumbrada a viajar sola por todo el mundo, algo que no creo hiciesen muchas mujeres en esos años), que aunque es culta no parece moverse en ambientes intelectuales y que nos da su punto de vista de lo que ve durante un viaje a la URSS, un punto de vista desprejuiciado, lleno de sentido común.

El viaje lo hace en el año 1932. En esa década muchos intelectuales europeos y americanos viajan a la URSS con la idea previa de que lo que está ocurriendo en el país es una experiencia maravillosa y son muy pocas las voces que se atreverán a formular críticas a lo que ven (pensemos que el libro de André Gide en el que muestra su decepción con el sistema soviético, libro que tendrá tanta repercusión, es del año 1937).

La autora viaja a la URSS con mucha curiosidad, sin ideas negativas previas. Quiere conocer de cerca lo que está ocurriendo en este experimento único en el mundo que es el comunismo. Digamos que es una enmorada de lo ruso (lo que se trasluce, por ejemplo, en sus comentarios sobre Tolstoi y sobre la historia de Rusia). Por otra parte, no siente ninguna simpatía por el fascismo, por ejemplo, movimiento de tipo revolucionario que por esos mismos años también está en auge en Europa.

Viaja a Leningrado, a Moscú y a Tula, para ver la dacha de Tolstoi, en Yasnaia Poliana. Una de las primeras cosas que le llaman la atención del país, y le repugnan, es la suciedad, en la calle, en los comercios, en las oficinas, pero también en los hoteles. Y en las personas. La mayoría de la gente viste ropa sucia, y ellos mismos están desaseados. Le llama la atención que muchos hombres lleven el cráneo afeitado y el torso desnudo, a la manera de los mongoles, lo que le hace sentirse en Asia, algo que repetirá a menudo, para disgusto en ocasiones de sus guías (siempre chicas jóvenes que las autoridades le obligan a aceptar como compañía constante, ella sospecha que más para vigilar que para ayudar). Una de esas guías, en una ocasión en que ella dice que aquello es Asia se enfurece y le replica que aquello es América. ¡América! (esta fascinación es muy indicativa de por dónde andan los deseos de mucha gente). Casi todos los rostros que ve son antipáticos y atormentados, y encuentra que, sobre todo los más míseros, que son la mayoría de la población, es gente indolente, apática, que se complace en el sufrimiento, que desprecia el bienestar y es capaz de toda privación, lo que le lleva a pensar que solo aquí, en Asia, podía haber triunfado una revolución que ha exigido tantos sacrificios.

Se entrevista con autoridades y con responsables de ciertas instituciones y desde el principio ve que no hay igualdad de salarios ni de condiciones de vida, y eso es algo que no se esperaba en absoluto. Esperaba que la población tuviese muchas privaciones, pero que hubiese igualdad en las privaciones. Cuando hace el viaje a Tula ve a muchos campesinos que no tienen nada. Nada. Muchos se ven obligados a emigrar a Moscú con la esperanza de convertirse en obreros, aunque la realidad les obligará a mendigar. Descubre algo que le resulta muy doloroso: hay unos pocos obreros que viven bien, aceptablemente, y millones de campesinos míseros. Hay pobreza, pero no igualdad. Los campesinos que eran ricos bajo el zarismo ahora son pobres. Y los que eran pobres, ahora son más pobres aún. Los campesinos, que son la inmensa mayoría de la población, están desatendidos por el régimen comunista.

Llama la atención el papel relevante que atribuye a los judíos. De hecho, dice que la revolución es obra de los judíos. El comunismo es una idea judía (ciertamente es un movimiento que tiene mucho de religión). Los judíos están en el poder. “Los rusos están entregados a la voluntad de nueve millones de judíos favorecidos.” Para ella soviet es sinónimo de judío. Ocupan los mejores puestos en la administración. Y esto no lo dice de manera indiferente, sino con hostilidad (en la literatura de las primeras décadas del siglo XX encontramos antisemitismo, o al menos comentarios de antipatía hacia los judíos en casi todos los escritores, hasta en los más insospechados; en toda Europa había una atmósfera antisemita que estaba a punto de cristalizar en el odio abierto de los nazis). No sé si es cierto este papel protagonista de los judíos en las altas esferas del poder en la URSS (es verdad que ella los ve en oficinas y en puestos destacados), porque cuando Hitler comience la persecución de los judíos, Stalin hará pinza con él y los judíos serán perseguidos también en la URSS.

También nos llama la atención que en su visita al Hermitage conoce a un comerciante alemán que ha llegado al país para comprar obras de arte. Hay incluso almacenes que venden a extranjeros objetos procedentes de los bienes confiscados a aristócratas y a grandes burgueses (en los hoteles en los que ella se aloja, hay bandejas, cuberterías, etc., procedentes de mansiones burguesas; muchos de los objetos aún tienen las iniciales de los propietarios originales). Cuando ella cuenta a las guías que la acompañan que el gobierno está vendiendo objetos artísticos a comerciantes extranjeros, estas se niegan a creerlo. Las jóvenes que la acompañan a ella son guías que están muy orgullosas de su país. Una de ella, cuando se despiden y la autora intenta recompensarla con una propina, lo rechaza muy desdeñosa: “Soy doctora, no camarera”. La autora piensa que tampoco hay tantos motivos para estar orgullosos de este mundo nuevo en el que hay tanta miseria.

Cuando ella llama la atención sobre el descuido en el vestir de prácticamente toda la población, le anuncian que está a punto de surgir una nueva moda distinta a la occidental. Una revolución en el vestir, acorde con la revolución que se ha producido. ¿Se produjo esa revolución? No parece. Incluso en eso la URSS siempre estuvo a rebufo de Europa, o más bien de América.

Acude a un espectáculo teatral y lo encuentra brutal, violento. Le recuerda el arte de vanguardia occidental, que rezuma ruido, furia, grito, pelea. Un arte que anuncia la guerra, que parece llamarla.

Además de expresar muchas veces su simpatía por el pueblo ruso, pobre y sufriente (aún está muy presente el hambre de 1921 y 1922, cuando el ejército tuvo que custodiar los cementerios para que la gente no se comiera los cadáveres), encuentra conquistas sociales muy estimables. Por ejemplo, las casas-cuna, adonde las madres llevan a sus bebés mientras trabajan. Es verdad que los niños están sucios y mal alimentados, pero la institución supone un gran avance respecto a los miles de bebés que hasta hace poco morían por ignorancia de las madres. También visita un profilactorio, donde se reeduca a antiguas prostitutas. Y esto es uno de los orgullos de los dirigentes: la prostitución prácticamente ha desaparecido (aunque después la autora encontrará “cortesanas” en uno de los hoteles en el que se aloja). La autora cuando descubre algún hecho que no se corresponde con lo que le han contado, dice con elegancia que es una contradicción. Nunca usa palabras gruesas como mentira. En cierta ocasión dirá: “Me parece que a los soviets les da miedo la verdad” (el subrayado es mío).

Pasa unas horas en la alcaldía de Moscú, donde es testigo de lo fáciles que son los trámites tanto para casarse como para divorciarse, pues basta con solicitarlo para que se conceda en el acto, lo que convierte la institución del matrimonio en algo banal y sin sentido. Pero lo que más escandaliza y apena a la autora es la cantidad de niños abandonados que hay en las calles y por los que nadie hace nada. Incluso cuando se interesa por ellos antes las autoridades recibe respuestas tan insensibles como: “Son nuestros enemigos” (¡enemigos!). “Son incorregibles, casos perdidos. Que hagan lo que quieran.” Es sorprendente que la sensibilidad que muestran hacia el problema de la prostitución se convierta en absoluta insensibilidad hacia el horrible problema de los miles de niños abandonados, seres aún más débiles e indefensos.

En algún momento, al hablar de los campesinos, dice la autora que otro de los grandes grupos perjudicados por la revolución es el de los intelectuales. Pero no dice nada más. No hay ninguna alusión a la libertad de expresión, o a la libertad en general. Nada referido a los disidentes, aunque ya en estos años han empezado las purgas estalinistas. Seguramente si se hubiese movido en ambientes intelectuales le habrían llegado noticias de la falta de libertad, como le llegaron a Stefan Zweig durante su visita en una nota que le deslizaron en el bolsillo de la chaqueta, a pesar de la vigilancia a que lo sometieron.

Cuando casi todos los intelectuales occidentales que visitan por esas fechas la URSS hablan maravillas del nuevo mundo (algunos acabarán distanciándose y denunciando los horrores que esconde), esta mujer, que solo siente curiosidad por la nueva sociedad que casi se acaba de inaugurar en el otro extremo de Europa, no tiene reparos en decir con toda naturalidad todo lo que ve y no le gusta, y se atreve a decir con toda ingenuidad que el rey está desnudo.

 

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