Por Luis Junco
En otra parte de esta entrada ya dijimos que Werner Heisenberg fue el creador del llamado Principio de Incertidumbre de la realidad cuántica. Heisenberg descubrió que hay pares de magnitudes físicas de partículas elementales (posición y velocidad, energía y tiempo…) cuya determinación siempre será incierta. De tal manera que si por ejemplo pretendemos fijar la posición con precisión, entonces observamos que la velocidad varía enormemente. O que si nos fijamos en la energía de una partícula en un tiempo muy pequeño y limitado, observamos que sufre enormes variaciones. Equivocadamente, muchos achacan esta incertidumbre a las alteraciones producidas por los instrumentos u objetos de la medición. Pero lo que dice el principio de incertidumbre es algo mucho más profundo y esencial de la realidad de la que formamos parte.
Acabé la segunda parte de esta entrada aludiendo a la equívoca actitud que pudo haber manifestado Werner Heisenberg ante la bomba atómica. La finalizo, traduciendo unos pasajes de las memorias de John A. Wheeler sobre el personaje.
La primera vez que conocí a Werner Heisenberg –más tarde el jefe del proyecto alemán sobre el uranio durante la guerra– fue en Copenhague, en los primeros meses del año 1935. Yo tenía 23 años, y perfeccionaba mis conocimientos como físico teórico. Él tenía 33, y ya era famoso por haber descubierto la mecánica cuántica casi hacía una década. Su nombre está vinculado ahora al principio de incertidumbre de Heisenberg, un principio que tiene que ver con la esencial incertidumbre de sucesos individuales en las escalas más reducidas de la realidad. En aquel tiempo, Heisenberg y yo paseábamos y charlábamos durante varios días de primavera. No era una persona fácil de conocer. Era un poco reservado, incluso nostálgico, pensaba yo, como un niño al que se le ha permitido salir a jugar con los chicos de los alrededores pero sabe que tiene que volver pronto a casa.
Después de que dejara abruptamente la Universidad de Michigan en el verano de 1939 para “practicar con la ametralladora en los Alpes Bávaros”, pasó casi una docena de años sin verle de nuevo. Y un día del verano de 1951, mientras estaba con mi esposa sentados en un modesto restaurante cerca del rompeolas de Copenhague, vi a un hombre solitario entrar y sentarse en una mesa. “Es Heisenberg”, le dije a Janette. “¿No te importa si le invito a acompañarnos?”. A ella le pareció bien. También Heisenberg se mostró encantado de acompañarnos. Mientras cenábamos, charlamos de algunas de nuestras experiencias recientes, pero no dijimos una palabra sobre el uranio, reactores nucleares o bombas. Nos explicó cómo, justo cuando Alemania estaba a punto de sucumbir ante el avance de las fuerzas aliadas, abandonó su laboratorio de investigación sin permiso, y en bicicleta pedaleó hacia Múnich, para estar con su esposa e hijos cuando la guerra concluyera. De camino fue parado por un guardia alemán, que tenía órdenes de disparar sin contemplaciones a toda persona que desertara de su puesto de trabajo. Gracias a una distendida charla y el ofrecimiento de un cigarrillo, consiguió salvar la vida. “Un cigarrillo a cambio de una vida”, nos dijo. Más tarde invité a Heisenberg a Princeton, en donde algunos de mis colegas aún lo consideraban un paria. Murió en 1976, con 74 años, en soledad, con muchos menos amigos de los que mereció. Como mucha gente, permanezco en dudas sobre sus motivaciones durante la guerra. Según algunos, pudo haber retrasado conscientemente los esfuerzos alemanes por obtener la bomba.
La opinión más creíble es que tanto él como sus colegas alemanes no se esforzaron por obtener los recursos necesarios para seguir adelante con el proyecto de la bomba, porque consideraron que el tiempo necesario para conseguir la bomba excedería el tiempo que durara la guerra, y tampoco tenían claros indicios de que los aliados estuvieran a punto de obtenerla.
Hacia el final de la guerra, en una actuación que se bautizó como Operación Epsilon, los aliados detuvieron a Heisenberg junto a otros nueve físicos alemanes que habían participado en el programa para fabricar la bomba para Alemania. (Entre los detenidos estaba Otto Hahn, aquel que había trabajado con Lise Meitner en Berlín antes de la guerra.) Los diez fueron recluidos en Farm Hall, Cambridge, durante casi seis meses, en una casa con micrófonos ocultos. Al día siguiente de que se diera la noticia del bombardeo americano sobre Hiroshima y Nagasaki, se pudo escuchar cómo Heisenberg convocaba a los nueve físicos alemanes y les explicaba con todo detalle las características que debía tener la bomba. Si hubiera querido, la habría fabricado para los nazis antes que los aliados lo hubieran hecho.