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Resonancias
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Por Luis Junco

Desde el primer cuarto del siglo veinte hay dos ecuaciones que pretenden explicar la realidad física. Una es la ecuación de la relatividad general de Einstein, que explica el comportamiento de la materia a grandes escalas (planetarias, galácticas, cosmológicas). La otra es la ecuación de onda de Schrödinger, que predice el comportamiento de moléculas, átomos, partículas elementales. Nada impide que en ambas escalas se puedan aplicar las dos ecuaciones, pero cuando se utiliza la ecuación de la relatividad general para explicar el comportamiento de las partículas elementales, o cuando se usa la ecuación de onda a escalas grandes en las que son importantes los efectos de la gravedad, cada una de ellas da resultados absurdos, incongruentes, imposibles. 

¿Existirá una sola ecuación que pueda aplicarse a todas las escalas y ofrezca resultados razonables? De ser así, unificaría las dos grandes teorías -relatividad y cuántica- y lo explicaría todo. Para algunos sería la ecuación con la que Dios creó todo lo que existe. 

La ecuación de Dios es también el título del último libro de Michio Kaku (publicado en abril de 2021) y cuyo fundamento es justamente mostrarnos el itinerario recorrido en esa búsqueda del santo grial de la unificación, desde que lo comenzara el propio Albert Einstein -que murió sin lograrlo- hasta nuestros días. Ha pasado casi un siglo desde aquella revolución de principios del veinte que supuso un cambio radical en la visión de la realidad y hay que reconocer que aunque se han producido propuestas teóricas muy interesantes, ninguna ha supuesto un cambio comparable al de los descubrimiento de las teorías relativista o cuántica. Y me estoy refiriendo especialmente a la teoría de cuerdas, de largo la más aceptada entre los físicos teóricos y en la que se han depositado la mayor parte de las esperanzas de la unificación. (De manera muy esquemática, en esta teoría se considera que los elementos básicos de la realidad física no son las partículas tal y como las conocíamos, sino pequeñísimas cuerdas -como las que se usan para recogerse el pelo- cuyos distintos modos de vibrar reproducen las características físicas de todas las partículas conocidas.) Resulta una teoría muy sencilla y hermosa en su simplicidad, y con la que se han conseguido obtener teóricamente las características de las partículas conocidas, incluido el gravitón -la desconocida partícula asociada a la fuerza de la gravedad- y con la que se evitan los resultados imposibles cuando se aplica a escalas en que los efectos cuánticos y relativistas son comparables. 

Pero aquí parecen acabar las buenas noticias de la teoría de cuerdas. Las malas son que, para que los resultados sean congruentes, las ecuaciones necesitan que nuestra realidad física tenga al menos 6 dimensiones espaciales adicionales a las tres que conocemos. Se conjetura entonces con que en el inicio de nuestro universo todas las dimensiones eran minúsculas y en el big-bang tres de ellas crecieron desproporcionadamente, mientras las 6 restantes permanecieron diminutas, inobservables. Además, para que el entramado matemático funcione, esas 6 dimensiones deben estar enrolladas unas con otras de formas muy precisa (formas Calabi-Yau), variedades de ese enrollamiento que llega a ser incontable. Cada variedad daría lugar a un forma de universo distinto. Encontrar la forma que reproduzca exactamente el nuestro sería como buscar una aguja en un pajar. Como remate, ninguna de las predicciones hechas por la teoría ha podido ser comprobada experimentalmente. Con todo, y como antes se ha dicho, los especialistas de la teoría de cuerdas dominan los departamentos de física de las principales universidades, los grupos de investigación y, sobre todo, los presupuestos dedicados a ella. Cabría preguntarse si este dominio, y en muchas ocasiones la actitud de mirar por encima del hombro a otros grupos minoritarios que buscan alternativas diferentes a la unificación, no  está siendo uno de los motivos del estancamiento en la visión revolucionaria del mundo físico que ya dura casi un siglo (véase La revolución inacabada de Einstein, de Lee Smolin). 

Michio Kaku es un estupendo divulgador de los avances científicos más relevantes.  Sus libros Física de lo imposible (2008), Física del futuro (2011), El futuro de la mente (2014), me parecen magníficos. Y también es uno de los especialistas más relevantes de la teoría de cuerdas. Por eso no me sorprendió la defensa cerrada que hace de la teoría en este nuevo libro, La ecuación de Dios, y su confianza en que, pronto, a través de ella, se llegará a obtener la ecuación que lo explique todo. Lo que sí me ha desconcertado es la deriva metafísica de su optimismo y la visión mística de la supuesta ecuación, que al final del libro le lleva a postular la existencia de Dios:

Me parece completamente asombroso que todas las leyes conocidas del mundo físico puedan resumirse en una simple hoja de papel. 

Según esto, para él: es difícil evitar la conclusión de que esto no esté planeado de antemano, de que este elegante diseño no muestre la mano de un diseñador cósmico. Para mí, es la argumento más fuerte sobre la existencia de Dios.

Volvemos al inicio. ¿Realmente se conseguirá una ecuación de Dios que lo explique todo? Para algunos, como es el caso de Michio Kaku, solo es cuestión de tiempo. Pero para otros solo es una quimera. No dudan de que al final se consiga una ecuación que unifique la relatividad general con la física cuántica, que sea aplicable a todas las escalas y sea comprobable científicamente, pero no que lo explique todo. Superará a las teorías actuales y desvelará muchos de los enigmas que estas no pueden resolver, pero abrirá el horizonte a otros muchos misterios en un camino que no tendrá fin porque nunca llegaremos a conocerlo todo. Hay un estupendo libro de David Deutsch –El comienzo del infinito (2012)- que fundamenta esta opinión. 

He leído otros libros sobre la unificación y alternativas a la teoría de cuerdas que ayudan a conocer más sobre este interesante asunto. Además de los ya citados, me atrevo a recomendar:

El problema con la física (2006), de Lee Smolin; El final del tiempo (1999), de Julian Barbour; Helgoland, de Carlo Rovelli, de muy reciente publicación.

Pero no todo va a ser lectura científica. Un curioso “entrelazamiento” (“entrejuncamiento” como dice un querido y discreto amigo) me ha llevado desde uno de estos libros de física a saber de un autor hasta ahora desconocido para mí, el ibicenco Vicente Valero. De momento he leído tres de sus libros de prosa: Los extraños, Enfermos antiguos y Duelo de alfiles. Los tres están editados en Periférica y son una delicia. Los recomiendo sin reserva.

Y no quiero olvidarme de la edición del Infierno. La Divina Comedia, publicada este año por Akal y de cuya edición crítica forma parte nuestro amigo Juan Varela-Portas de Orduña. Buena muestra de su sabiduría y discreción la tenéis en las entradas de este mismo blog bajo el título genérico “Invitación a la Divina Comedia”, que muchos estamos deseando que prosiga cuando le sea posible. 

1 Comment

  1. Luis Manteiga Pousa dice:

    No descarto que existan otros planos de la realidad.

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