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Por Luis Junco

Hace muchos años, hacia finales de los años 70, asistí a un debate sobre el futuro de energía en nuestro país. Mi memoria es bastante selectiva -eufemismo para decir que es mala-, pero creo recordar que fue en el colegio mayor San Juan Evangelista, de Madrid, y que participaron más de media docena de personas. Yo me acuerdo especialmente de dos de los contendientes: una persona ya entrada en años, que defendía la energía atómica, y otra bastante más joven, que iba claramente en contra y apostaba por las energías hoy conocidas como renovables, en particular la solar y la eólica. Había que tener valor para defender en aquellos momentos -y aun en estos- la energía atómica, así que podríamos decir que la persona mayor ejercía de “malo de la película”, mientras que al joven le correspondía hacer el papel de “bueno”, con el que casi todos en aquel salón de actos nos sentíamos identificados. La pasión y vehemencia con la que defendía sus posiciones iniciales no tardaron en arrancarnos los primeros aplausos, mientras que la fría exposición del más maduro nos dejaba indiferentes cuando no producía algún conato de abucheo. Pero poco a poco me fue pareciendo que aquel claro desequilibrio se iba modificando y que en la hasta entonces clara atmósfera del debate aparecían nubes que anunciaban un cambio del tiempo. Además de con serenidad, la persona mayor argumentaba sus afirmaciones con gran claridad y, sobre todo, con datos, ante los que el entusiasmo de nuestro hasta entonces joven héroe se mostraba claramente insuficiente. En un momento determinado, después de un ardoroso alegato por la energía “de un país con el mayor número de horas solares de toda Europa” y un ataque furibundo a la que ha causado las masacres de Hiroshima y Nagasaki, la persona mayor contestó más o menos en estos términos: “Desde el principio dije que no estoy en contra de las energías alternativas, solo que serán insuficientes para las demandas de energía que requerirá el futuro de nuestro desarrollo como especie. Y, por cierto, ¿sabe usted que la energía solar es energía atómica?”. Se produjo un extraño desconcierto, seguido de airadas acusaciones de demagogia, etc. El clima del debate se enrareció por completo. Pero fue la primera vez que supe de la energía de fusión. 

A diferencia de la fisión nuclear -en que núcleos de átomos pesados se dividen en otros de elementos más ligeros-, en la fusión nuclear dos núcleos de átomos ligeros se unen para formar un elemento más pesado. En ambos casos, el producto resultante tiene menos masa que los átomos iniciales, y esa diferencia de masa es la que se transforma en energía según la famosa ecuación de Einstein ya conocida por todo el mundo. La fisión es lo que se produjo en la bomba atómica y lo que se sigue produciendo, de manera controlada (y con más de algún sobresalto), en las centrales nucleares. La fusión es lo que se produce en las estrellas, como en nuestro sol. En este, dos átomos de hidrógeno se unen para formar uno más pesado, el helio, y el resultado es la energía solar en todas sus variantes, y en particular la luz que nos alumbra y nos ha dado la vida en la Tierra. Cuando el combustible -el hidrógeno- se consuma -se transforme en helio- se acabará la vida de la estrella, esta se apagará y con ella la vida en nuestro planeta. El sol morirá dentro de unos cinco mil millones de años. Pero es probable que la vida en nuestro planeta acabe mucho antes. Ya son evidentes los efectos del cambio climático. Si las emisiones de carbono no se reducen a cero antes del 2050, las posibilidades de supervivencia en el planeta serán escasas. A no ser…

A no ser que creemos otra estrella. No solo nos permitiría sustituir a nuestro sol cuando agonice, sino que, a corto plazo, nos aportaría la energía limpia necesaria para sustituir las actuales y predominantes fuentes energéticas. Sí, necesitamos fabricar una estrella. Y ese es el título de este reciente libro, Fabricantes de estrellas, de Arthur Turrell, de muy reciente publicación, que comento brevemente en esta entrada. 

En su contenido no solo se da un detallado informe del consumo energético actual -con un uso de los combustibles fósiles de más del 80%, un 7% de las nucleares y porcentajes ridículos de las energías renovables-, sino se muestran las alternativas y las previsiones para ese horizonte del 2050, y el pronóstico -a pesar de todas las advertencias, de las buenas intenciones de algunos países en la reducción de emisiones, de los intentos de eficiencia energética y supuestos reducciones del consumo, etc.- es desolador. La conclusión es que, en el mejor de los escenarios posible, es indispensable la energía de fusión, como nueva y poderosa fuente de energía mucho más limpia y segura.  

Arthur Turrell nos explica con todo detalle cómo en un laboratorio de California que tiene el tamaño de tres campos de fútbol americano, un complejo sistema de rayos láser alimentados por un disparo energético equivalente a 400 cartuchos de dinamita, incide sobre una esfera del tamaño de la pupila humana y recrea las condiciones de presión y temperatura del centro de nuestro sol. Han fabricado una estrella de ese tamaño. Y aún es insuficiente, pero es el primero de los pasos. Para hacernos una idea de las cantidades  energía de la que estamos hablando, baste decir que se bombardean átomos de deuterio y tritio (isótopos de hidrógeno, el elemento más abundante en el universo) con 0,1 MeV (megavoltios) para obtener un elemento más pesado, el helio, un neutrón y ¡17 Mev de energía! Ciento setenta veces más de energía que la empleada. Comparada con una reacción con combustible fósil sería obtener dos millones más de energía. Si todo esto es así, ¿por qué no hay ya fábricas de estrellas a plena producción? 

El propio Einstein decía que hacer realidad su fórmula y transformar la masa en energía era como querer cazar pájaros pegando tiros a ciegas y en un país en donde hay muy pocos pájaros. Lo que hacen las estrellas de manera en apariencia tan sencilla no resulta serlo tanto en un laboratorio. Hay que tener en cuenta que para que se produzca la fusión es necesario transformar el combustible -los isótopos de hidrógeno- al estado de plasma (los núcleos están separados de los electrones), lo que solo se consigue a temperaturas de millones de grados y densidad y presiones inimaginables. Y luego hay que mantenerlo confinado, alejado de cualquier contacto “normal”, que no solo vaporizaría cualquier material, sino que abortaría la fusión. En este libro se explica cómo en dos centros especializados de California e Inglaterra -cuya apariencia tiene más de ciencia ficción que de este mundo- todas estas tremendas dificultades se han ido resolviendo. 

Como señalaba Chiara Marletto en el libro que comentamos con anterioridad en este blog, fabricar estrellas no está contra de las leyes físicas que gobiernan nuestro universo. Se puede hacer y ya se está haciendo. Y como en otras muchas ocasiones, la literatura se ha anticipado a la ciencia. En 1937, un escritor ya lo narró: el inglés Olaf Stapledon en su imaginativa novela Hacedor de estrellas, cuya lectura igualmente recomiendo.

(Justo en estos días se han producido avances muy significativos en experimentos de fusión. El lector interesado puede verlo aquí: 

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